Neymar fue la figura indiscutida en el estreno de la selección de Brasil 2014 frente a la selección de Croacia.
Solitario, se convirtió en el héroe de todo un país al tomar de la mano al pentacampeón y llevarlo a remontar un 0-1 en contra. El autogol de Marcelo había hecho evidentes los fallos del bloque defensivo de los locales, particularmente por el sector de Dani Álves, pero él borró con talento, entrega y efectividad los miedos del anfitrión.
El jugador del Barcelona siempre estuvo llamado a ser uno de los hombres destacados de este Mundial de Brasil: es la estrella de su equipo, el ídolo, la esperanza de una selección obligada a ser protagonista. Y su actuación frente a Croacia hizo pensar que cumpliría con las expectativas de todos los aficionados locales.
Pero lo primero que hizo Neymar, luego de los goles, fue pintarse la cabeza. Frente a la selección de México, saltó a la cancha con rayitos monos en el pelo, lloró frente a las cámaras durante la previa y el himno nacional de su país, y se le vio más preocupado por el lujo personal que por el juego colectivo.
Claro, no todo es su culpa. A la genial actuación del portero mexicano, Guillermo Ochoa, se le sumaron también los problemas de la selección de Brasil para terminar con éxito las jugadas peligrosas de gol. Él y Oscar se vieron muy aislados en la gestación y ni Ramires ni Bernard fueron la solución. La selección de Brasil quedó supeditada a lo que pudieron hacer de manera individual sus jugadores. Fue un equipo sin el ‘instinto asesino’ que uno le reclama al dueño de casa, al favorito a ganar el título.
Pero más allá de los errores que tiene este Brasil como conjunto, hay que decir que a Neymar se lo devoró el personaje. No tiene esa madurez para ser eficaz y tocar de primera cuando hay que hacerlo. Es evidente que le falta alguien que lo conduzca. Mientras no tenga a su lado un guía que le explote sus cualidades técnicas y futbolísticas, será intrascendente y aparecerá en más portadas de publicaciones rosa que en deportivas.