La inocencia de la naturaleza

Piedad Bonnett
14 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.

“Con la naturaleza no se negocia: ella tiene sus reglas, y somos nosotros los que tenemos que cambiar”, afirma el biólogo Camilo Mora, quien publicó en una edición especial de la revista Science un artículo, escrito en compañía de otros dos científicos, donde sostienen que el planeta tierra nos quedó pequeño y por tanto necesitamos un mayor control de la natalidad. No con leyes extremas, como la que imperó en China hasta 2015, sino –sostiene- educando a las mujeres para que tomen decisiones al respecto. Según cifras que aporta, en el mundo “hay cerca de 200 millones de mujeres que quieren tener acceso a planificación familiar y no lo logran”.

Cada día hay más evidencias sobre la magnitud del daño que hacemos a la naturaleza. Sabemos de los efectos nocivos de la ganadería y también que, como afirma Mora, “casi que cualquier expansión de la agricultura tiene un efecto negativo. Pero hay unas especialmente lamentables, como la de la palma de aceite, porque tiene que ser cultivada en regiones tropicales como Colombia”. “Somos ignorantes”, añade. Sí, muy ignorantes, y muy irresponsables, y no sólo a nivel individual sino de los gobiernos que niegan el cambio climático, y de la industria desalmada que no tiene escrúpulos en destruir siempre y cuando haya ganancias. Este parece ser el rumbo que escogimos como civilización.

Muchos de ustedes habrán visto un video que encoge el alma, en el cual unos biólogos extraen un pitillo plástico de las fosas nasales de una tortuga lora en Costa Rica mientras ella se sacude y sangra. Una mínima muestra de los desastres del uso del plástico, que nos pone a pensar en las escandalosas tres y cuatro envolturas en que viene cualquier cosa que compramos en el supermercado, ese al que el individuo consciente lleva su incómoda bolsa de tela. ¿Y es que los industriales no pueden volver a los viejos pitillos de papel encerado? ¿Y es que los comerciantes no pueden ofrecer bolsas de otros materiales? (En la Feria del Libro, por ejemplo, las bolsas de plástico eran lo imperante).

Pero quiero volver a la afirmación inicial. La naturaleza tiene sus reglas y se defiende. Se anuncia, por ejemplo, que en busca de mejores condiciones de vida ya ha comenzado una megamigración, que responde a cambios que son consecuencia de prácticas nefastas como el exceso de gases y la quema de combustibles fósiles. La cadena de alteraciones redunda, finalmente, en enfermedades para el hombre. No olvidemos: la naturaleza es el dios de los modernos. La conquista de la Razón y del pensamiento científico nos hicieron conscientes de la necesidad de conocer su funcionamiento. Por su misterio, su belleza deslumbrante, se nos antoja sabia; y a pesar de su inocencia también la juzgamos cruel cuando vemos sus “errores”, esos que llevan a la selección natural de la que habló Darwin, según la cual en el proceso evolutivo sólo sobreviven los más aptos. Pero en verdad la naturaleza expresa la Divina Indiferencia que le es inherente y por eso la única respuesta posible del diosecillo que es el hombre es su conocimiento, la sensatez, la imaginación, el respeto. Es decir, educación y consciencia. Sólo así la tendremos de nuestro lado.

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