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La legalización de las drogas

Salomón Kalmanovitz
27 de noviembre de 2007 - 10:58 p. m.

Colombia es el país que más produce coca en el mundo: 62% en 2006, unas 620 toneladas. Esa distinción nos ha costado sangre y lágrimas.

El conflicto interno se financia con los ingresos de la coca. El surgimiento del crimen organizado y de las actividades delincuenciales de los paramilitares y la insurgencia elevaron el número de homicidios a los más altos índices del mundo. Los actores ilegales corrompieron a miles de políticos, a las fuerzas de seguridad, a la justicia y a otros funcionarios. Los asesinatos de jueces y fiscales amedrentaron la justicia, que de alguna manera ha reaccionado favorablemente.

Para la economía, la afluencia de los dólares negros "fortaleció" el peso, desincentivó exportaciones de todo tipo, incluyendo las de café, y por lo tanto frenó el crecimiento. Los recolectores del grano se fueron a raspar coca, donde se les pagaba mejor.

La fibra moral de la Nación se ha resquebrajado. Ha crecido el consumo de drogas entre la población y aumentan los adictos. Los valores de un capitalismo justo basados en el trabajo duro, la organización racional y la inventiva han sido desplazados por el principio de que el crimen paga muy bien, mientras que el trabajo es para los idiotas.

La lucha contra las drogas ha tenido éxitos efímeros. La liquidación de los carteles de Medellín y Cali redujo los ingresos por mayoreo, que llegaron a ser hasta 6% del PIB colombiano, rentas que fueron capturadas por las mafias mexicanas. La represión en Perú trajo los cultivos a Colombia, fomentados a su vez por la guerrilla y los paras. Hoy en día, el ingreso por pasta de coca que se queda en Colombia es de 1% del PIB, más que suficiente para armar hasta los dientes a 25.000 combatientes.

Las recientes capturas de grandes cargamentos de coca en el Pacífico han inducido un alza de precios de la cocaína en las calles de las ciudades de Estados Unidos. Pero la ley económica que garantiza que el negocio continúe es que ese precio más alto atrae a empresarios más audaces y cruentos que se inventan nuevas rutas y hacen sembrar coca en nuevos espacios.

La defoliación ha logrado que los cultivos se dispersen e invadan nuevas áreas de bosque primario con descomunal daño ambiental. No ha sido posible reducir las 80.000 hectáreas sembradas por año en Colombia; incluso, las variedades han sido mejoradas genéticamente para obtener rendimientos mayores. También la aspersión de glifosato ha perjudicado los cultivos de pan coger de los cultivadores y la salud de la población aledaña, que es una de las más pobres del país.

En el año de 1990 el país gastaba 2% del PIB en seguridad. Hoy llega al 6,3% del PIB. La parte de ese gasto que ha sido aplicada eficientemente al combate de la guerrilla y a desmovilizar al paramilitarismo ha producido buenos resultados: mejorar la seguridad y el transporte por carretera, permitiendo que el auge económico mundial se transmitiera al país. Pero ese gasto supera la suma de todas las transferencias que hace el Gobierno para la educación, la salud y el saneamiento ambiental. Bajo condiciones de crecimiento menos intensas, eso no sería sostenible.

Es hora de pensar en alternativas a la guerra contra las drogas. La única forma de disminuir la producción a un nivel manejable es por medio de la legalización del consumo, más el monopolio de la compra y venta de cocaína y heroína por parte del gobierno de Estados Unidos. El consumidor podría adquirir la droga con receta médica y, si es adicto, someterse a un tratamiento. Jugando con los precios, se puede eliminar la renta maldita.

Un gobierno demócrata en Estados Unidos estará abierto a cambios de política a favor de tratar el consumo de drogas como un problema de salud público y no criminal, aunque ningún político se atreve allá a sugerir la legalización. Pero desde acá abajo, donde nos ha hecho sufrir tanto, deben surgir las voces racionales que convenzan a la opinión mundial de que hay que cambiar de rumbo.

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