El título es un viejo dicho colombiano (¿solo colombiano?) que, tristemente, no ha perdido vigencia y que vale la pena traerlo ahora a colación para recordarle a este país de alma santanderista, que la multitud de leyes que acá se expiden, en el mejor de los casos sirven como púdica hoja de parra para ocultar nuestros problemas, para acallar las críticas pero no para resolverlos. Es lo que sucede ahora con una realidad dramática que empieza a asomar cabeza, la desbordada y multiforme corrupción, en el espacio abierto por los acuerdos habaneros para retomar temas dejados de lado por décadas que permita un renacer del debate político conectado con los problemas de la gente, en mucho marginados por la interminable e inútil guerra.
Empiezan a escucharse los pregoneros de proyectos de ley que “ahora sí, definitivamente” van a acabar con la corrupción, como si fuera sencillo desaparecerla con la varita mágica de otra ley. Detrás de esas posiciones hay una enorme ignorancia o un afán de impactar a la opinión porque los proponentes, como el culebrero, tienen la pomadita que cura todos los males; probablemente se trata de una mezcla de ambas adobadas con la irresponsabilidad de prometer lo que no va a ser. Olvidan un principio lógico fundamental y pedestre, para un problema complejo no hay soluciones simples, cuasi milagrosas.
La corrupción no se debe a un supuesto vacío legal. Viene de muy atrás, desde siempre en la historia humana, del sentido último de la búsqueda del poder que para la inmensa mayoría de los humanos, de hoy y de siempre, no tiene otro propósito que poderse colocar por encima de los demás, por encima de la ley, la cual solo sería “para los de ruana”, para vivir y actuar, a “su aire” obedeciendo sol a “su ley”, en la lógica de “sigo siendo el rey”. En tiempos de monarquías y absolutismo, era privilegio de pocos y terminó con la cortada de más de una cabeza coronada, abriéndole el camino a formas democráticas menos arbitrarias, sujetas al imperio de leyes generales que partían de la igualdad formal, jurídica de los ciudadanos.
Ese régimen secularizó a la sociedad y sustituyó la moral religiosa y familiar, con sus códigos de sanciones sociales y morales, con una ética ciudadana basada en el poder coercitivo del Estado dispensador de justicia y con el poder para castigar y sancionar en nombre de la república, de la sociedad. Era la ética de la modernidad, positivista y normativa, que educaba pero sobre todo castigaba con el enorme poder carcelario del mundo actual, de Norte América a Rusia, de Colombia a Sur África; cárceles repletas de pequeños infractores o de enemigos políticos, pero donde los ladrones perfumados, los de cuello blanco, brillan por su ausencia, aunque su historial de fechorías sea monumental. El resultado de esa modernidad en crisis es el actual vacío existencial, ético; la razón en el fondo es sencilla de enunciar pero difícil de transformar: la Modernidad implicó una secularización sin una ética asumida, interiorizada.
En el mundo secularizado, pero especialmente en la América Latina, el avance de la corrupción tiene la dimensión de una marejada que amenaza con arrasar y no porque la revolución informática y de las comunicaciones visibilice más y mejor toda la porquería que se mueve debajo de la mesa, sino porque nunca había circulado tanta riqueza como ahora, mientras que el Estado neoliberal aparece impotente y el mercado, que se suponía que lo sustituiría en el ordenamiento de la sociedad, simplemente no discrimina entre la transacción legal y la ilegal; se podría decir parodiando a los curas, que un mercado libre es una ocasión de pecado.
La realidad es la de un enorme vacío ético y político que no se arregla con más leyes, por bien intencionadas que sean. Requiere un gran sacudón de la política, que los ciudadanos se planten firmes y digan basta de la robadera por una dirigencia moralmente indigna; Rumania está dando ejemplo. Es el momento de salir de la apatía, parálisis o fatalismo en que cayeron las Iglesias, los educadores, los medios de comunicación - hoy convertidos en celestinas de los pillos, que los controlan o sobornan -, los jóvenes y las mujeres que tienen claro que lo actual amenaza el futuro, que ellas y ellos buscan proteger por encima de todo. Esto no se arregla solo legislando y el tiempo se agota.