La lucha efectiva contra la corrupción

Aldo Civico
15 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

¡El rey está desnudo!

Que la corrupción en Colombia sea una extensa práctica social y cultural es un secreto a voces. El caso Odebrecht es solamente el último eslabón de una larga cadena de escándalos y la punta del iceberg de las microprácticas corruptas de las que los ciudadanos son testigos a diario.

De hecho, no es raro que para un ciudadano el encuentro con el Estado se convierta en un asunto de corrupción. Un derecho como sacar la cédula se ha convertido muchas veces en un favor que un funcionario otorga al ciudadano a cambio de unos cuantos pesos. Recientemente, una productora de televisión me contó cómo, para lograr un permiso para utilizar el espacio público, tuvo que sobornar a una funcionaria pública.

Muchas veces, para el ciudadano, corromper a un funcionario se ha convertido en un acto necesario y conveniente para obtener un documento, para poder ejercer una labor, para encontrar un trabajo. Es precisamente cuando la corrupción se transforma en un acto ineludible, es decir, cuando es más conveniente corromper que seguir los trámites legales, que la corrupción ya no es un acto aislado, sino que pasa a ser un sistema y una cultura.

Por eso, la intervención de la Fiscalía (por cierto, otra entidad del Estado no ajena a la corrupción) no es suficiente, aun si es necesaria, para vencer a la corrupción. De hecho, las fuerzas del orden responden a eventos y tratan de contener un fenómeno o una tendencia, pero no es su papel el transformar un fenómeno y generar una cultura de la legalidad.

A propósito, la cultura de la legalidad no se refiere tanto al hecho de que los ciudadanos cumplan con las obligaciones de la ley, sino al hecho de que la legalidad es conveniente para el ciudadano. En otras palabras, la cultura de la legalidad emerge de la transformación de la relación entre el Estado y el ciudadano.

Pero, ¿cómo generar esta transformación? La posibilidad radica en la oportunidad que la multitud de colombianos honestos tiene de transformar la indignación en una propuesta política que cambie a la política misma. Es decir, radica en la oportunidad de asentar, como fundamento del acto político, una ética de la responsabilidad.

El asco que la mayoría de los colombianos sienten hoy por la corrupción tan extensa que existe en el país, no puede ser una excusa para profundizar el desamor y la alienación hacia la política. La renuncia a la política no puede ser la respuesta, porque eso sería ceder aún más espacio y protagonismo a los corruptos. En cambio, la indignación se tiene que transformar en pasión y en proyecto político.

Porque si la corrupción sistémica que hoy en Colombia permea las relaciones entre política y crimen organizado, y entre política y negocios, es expresión de la brecha que existe entre ciudadanos y Estado, entre ética y política, la indignación de los ciudadanos y el deseo de cambio que hay son la señal de un futuro que quiere y puede surgir. Este futuro es ahora.

 

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