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La magnitud del daño

Francisco Gutiérrez Sanín
13 de marzo de 2015 - 01:44 a. m.

El lector quizás aún recuerde que en 2009 un grupo de nueve señores, que no fueron escogidos por elección popular, decidieron por una mayoría de siete votos contra dos que el presidente más popular de la historia de Colombia no podría presentarse a una segunda reelección.

El líder del combo, quien había votado con la minoría (es decir, a favor de permitir la segunda reelección), aceptó sin embargo presentar la decisión mayoritaria ante la opinión. Y lo hizo con serena dignidad, con algo que se parecía alarmantemente a esa sencilla grandeza republicana que sólo se puede presenciar en ciertas coyunturas extraordinarias. El señor al que estaban negando la opción de reelegirse tenía un poder inmenso, y no se caracterizaba precisamente por su buen carácter o ecuanimidad. Pero aceptó el resultado.

Capaz su resignación haya contado con alguna ayudita de los poderes fácticos de siempre. No importa. Este episodio bizarro, muy raro aún hoy en el mundo en desarrollo, dice montones de lo mejor que tiene nuestra institucionalidad: unas tradiciones liberales sólidamente enraizadas. En este país que ha acumulado exclusiones y déficits democráticos, contamos en cambio con superávits liberales (basta leer los trabajos clásicos de Daniel Pécaut para darse cuenta de las complejas dinámicas que dispara este desbalance). Con los que obviamente no toca conformarse, pero de los que debemos estar conscientes y defender.

El combo al que me estoy refiriendo es, claro, la Corte Constitucional, y su presidente de entonces se llamaba Mauricio González. Envuelto ahora como denunciante en un grotesco incidente. Y aunque González está del lado correcto de la barricada, la espesa aura de ambigüedad que rodea el episodio —al parecer los magistrados esperaron varios meses antes de sacar a relucir lo que se estaba cocinando— mancha a todos. Con un agravante: la puerta abierta que mantuvieron los miembros de la corporación para que tipos que representaban intereses poderosos y/o turbios frecuentaran, almorzaran, manosearan y ofrecieran. Vaya el lector a pedir una cita, no digamos a un magistrado, sino a uno de los porteros de la Corte, para ver cómo le va. Al parecer, en el club exclusivo de las confianzas de ciertas esferas se necesita tener un torcido para poder llegar a la honrosa categoría de visitante asiduo.

¿Mi apuesta? Cosas como la de 2009 ya no podrían repetirse hoy. Ni tampoco la defensa de los derechos por las que se caracterizaron sucesivas cortes, recién estrenada la Carta de 1991: tanto por falta de voluntad (a todo buen negociante le interesa antes que nada no causar grandes controversias) como por falta de legitimidad (¿cómo van a poder defender derechos gentes que no pueden dar siquiera la pelea de mirarse tranquilamente al espejo?). Y esto pone al país en una situación peligrosísima. No sólo porque la Corte Constitucional fue una de las piezas maestras de los diseños garantistas de 1991. Su activismo también tuvo impactos importantes, generalmente positivos, sobre las políticas públicas (piénsese no más en las de atención a los desplazados).

Actuó bien el magistrado González al denunciar, después de un penosísimo silencio, la coima que se tramitaba. Pero se equivoca en materia grave al afirmar que “esta corte” —es decir, esta cohorte de magistrados— va a salir fortalecida. No. Aquí se ha infligido a la institucionalidad un daño irreparable. Lo que estamos viendo es la acción concertada de densas redes de políticos, poderes económicos y juristas influyentes, y podemos razonablemente esperar que el tema siga supurando. ¿Qué hacer entonces ante el hecho cumplido? ¿Qué sigue después de la indignación y los lamentos? Las peticiones de que Pretelt renuncie a la presidencia (pero ¿cómo llegó allí?) son apenas lógicas; pero insuficientes. Aquí estamos frente a un problema de diseño, y tendría que ser una prioridad encontrar alternativas.

 

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