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La mira internacional

Gonzalo Silva Rivas
22 de julio de 2015 - 04:59 a. m.

Los eventos de alto impacto se entienden como un instrumento valioso y llamativo para promover la imagen de un país y comunicarse con el mundo. Arrojan ventajas asociadas a largo plazo y resultan ser excelente gancho para que corrientes de viajeros experimenten atractivos de primera mano, cambien percepciones sobre el destino y dinamicen toda clase de servicios turísticos y de comercio interno.

Algunos países latinoamericanos han tenido amplia exposición mediática, como consecuencia de la realización de estos certámenes que, de paso, hacen de la industria turística el punto de enlace de un vecindario marcado por claras diferencias políticas e ideológicas, y encadenado a una desaceleración económica que ensombrece el horizonte desde hace un par de años.

Mega eventos deportivos, como la Copa Mundo Brasil 2014, la Copa América de Chile, y el Rally Dakar, realizado en enero pasado en los desiertos de Argentina, Bolivia y el país austral; u otros religiosos y políticos de alto nivel, como la visita del Papa Francisco por Ecuador, Bolivia y Paraguay, y la reapertura de embajadas entre Cuba y Estados Unidos -que acaba de arrojar un nuevo resultado con la autorización de cruceros gringos a la isla antillana- impulsan los suaves vientos que estimulan el crecimiento turístico de la región, y los anfitriones ganan su cuarto de hora para exhibirse como epicentros de noticias, flujos turísticos y miradas inversionistas.

Las naciones organizadoras con problemas internos de gobernabilidad, en la mayoría de los casos, reciben el espaldarazo de estos escenarios mediáticos para serenar ánimos, sumar emociones y fortalecer sentimientos patrios. Con las brisas de tranquilidad sosiegan tempestades políticas, económicas y sociales y, de contera, varios aceleraran cambios, modernizan infraestructura pública, mojan prensa y le echan más divisas a sus arcas.

En el mundo se registran resultados exitosos sobre su capacidad para producir cambios positivos en diversos frentes. Corea del Sur utilizó los Olímpicos de 1988 como punta de lanza para superar los estragos de la dictadura, reunificar a su población y dar el salto económico. Barcelona, con los del 92, se modernizó, transformándose en concurrido escenario turístico europeo. Alemania, sede del Mundial 2006, borró ese largo cliché de sociedad fría y apática y se mostró como amistosa y organizada. Y Suráfrica, con el suyo en 2010, se reveló como un país en desarrollo con suficiencia para despertar el interés de turistas e inversionistas.

Con la pasada Copa, Brasil se trepó a la cúspide del turismo receptivo de la región e incursionó en el top 10 mundial en las tendencias de viajes de negocios y de recursos naturales y culturales. El as que aún le queda bajo la manga, los Juegos Olímpicos de 2016, le optimizarán el maquillaje a Río, una compleja ciudad que enfila baterías para su promoción como sede oficial del certamen.

Aunque organizar eventos de alto impacto tiene sus riesgos cuando los envuelven la corrupción, los desafueros o las improvisaciones de planeación, será siempre buen negocio si se aprovecha como oportunidad para abrirles las puertas al progreso, la prosperidad y la cohesión social. La reputación de un país está basada en las percepciones, y postularse para albergarlos y darse a conocer, como lo hacen a su manera algunos en la región, es fijarse el reto de colocarse bajo la mira internacional.

Esta plataforma global resulta útil para vender la imagen de un país y para tantas otras cosas más, que hasta los gobernantes que están con la soga al cuello suelen sacarles cortinas de humo a estos eventos del resorte –paradójicamente- de una industria sin chimeneas.

 

gsilvarivas@gmail.com
 

 

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