La paz, entre la legitimidad y la legalidad

Cristo García Tapia
25 de mayo de 2017 - 04:30 a. m.

Más allá de la legalidad del Acuerdo de Paz suscrito entre el Estado, Gobierno, y las Farc–EP, está y prevalece la legitimidad de la Paz.

El derecho que tenemos todos los colombianos, incluidos los que de manera cerrera se oponen al cumplimiento de los pactos convenidos para su desarrollo y realización, de vivir, convivir, incluirnos en la diversidad, progresar, en paz, consagrado en la Constitución Política de Colombia, artículo 22:

La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento, proclama imperativa y sin ningún sesgo ideológico en aquel inspirador artículo nuestra Carta Política, fuente provisoria de cuanto en vía del supremo bien de la nación se ha concretado y alcanzado de convivencia pacífica, de identidad nacional por la paz,  en el breve periodo de tiempo que lleva el Acuerdo de Paz, ratificando el anhelo de los colombianos por vivir un derecho que les había sido conculcado por más de medio siglo.

Y más acá del creer de esa vasta mayoría de anhelantes por la paz, nos perturba la incertidumbre de una paz que creíamos sembrada sobre terreno fértil y en vía segura de segar  su larga e inagotable cosecha, a pesar de los inconvenientes y contratiempos en la implementación de los acuerdos pactados, cuya legalidad dábamos por sobreviniente de su legitimidad.

Pero no.

Resulta que ahora la Corte Constitucional, aplicando una tesis que en su momento el magistrado ponente consideró no aplicable al Acuerdo de Paz, la de la “teoría de la sustitución de la Constitución Nacional”, ha dictaminado que cuanto se pactó no se ajusta a los preceptos de la Carta Política, con la consecuente afectación, y muy probable fractura, del proceso de paz en todos y cada uno de sus componentes, tanto los jurídicos como los políticos, al igual que el cumplimiento de todos los cronogramas y protocolos del Acuerdo de Paz con la Farc.

Todo en cuanto deviene la decisión de la Corte Constitucional, referido a la invalidez jurídica de apartados de los acuerdos que dieron con el fin del conflicto armado es, además de un golpe al corazón mismo de la paz, grave.

Y lo es más, en la medida que cuanto el país percibe es un total desentendimiento del Gobierno, del presidente Santos, de asumir sin vacilaciones el compromiso patriótico de remontar el curso adverso de un proceso que, además de valerle el Premio Nobel de Paz, le imponía el deber moral de garantizar su tránsito y defender su validez, tanto política como jurídica, en los diferentes escenarios que el fin superior de la paz le imponía.

Sin embargo, esa lejanía del Presidente de su doble responsabilidad, moral y constitucional con la paz y el Acuerdo pactado con las Farc –EP, pareciera más bien una estrategia para agotar los tiempos establecidos para el cumplimiento de los cronogramas y protocolos establecidos y, con ese argumento legal, provocar el naufragio del que se creía, aun creemos, el fin del conflicto armado.

¿Qué hacer? ¿Qué va a pasar sin Acuerdo de Paz? ¿Hasta cuándo se van a prorrogar los tiempos para el cumplimiento de los cronogramas  y protocolos suscritos con las Farc? ¿Quién garantiza la seguridad, tanto física como jurídica de los miles de combatientes desmovilizados pactada en los acuerdos?

¿Qué va a pasar con la Jurisdicción Especial para la Paz y la Ley de Amnistía, cuestiones medulares del Acuerdo de Paz de obligatorio cumplimiento para las partes que lo suscribieron, Estado y FARC - EP?

Y más allá de acá, porque el ejemplo cunde y provoca efectos colaterales, ¿qué va a pasar con la negociación preliminar de paz que explora el Gobierno con el  Eln?

¿Será que el Gobierno, el presidente Santos, Nobel de Paz, no se han dado cuenta que estar sin Acuerdo de Paz es volver al punto de partida medio siglo atrás, al origen de nuestros males derivados de la confrontación armada?

Si así, es probable que la próxima guerra no sea la de guerrillas predominantemente campesinas a la que puso fin el Acuerdo de Paz que hoy prácticamente no existe, y sí una de mayor intensidad, no  circunscrita a determinados territorios como la que acaba de pasar; una guerra de clases, tanto en el campo como en la ciudad, y con nuevos actores e intereses.

Y los derrotados, las víctimas, los sacrificados, como en Fuenteovejuna, ahora sí, todos los colombianos a una: santistas y uribistas, cristianos y ateos, ricos, clase media y pobres, industriales, agricultores, ganaderos y campesinos, banqueros, comerciantes y jornaleros, ilustrados y analfabetas, guerrilleros y soldados, generales y comandantes.

Es lo que nos espera si prevalece la maña histórica de la trampa de otros acuerdos.

* Poeta y columnista.

@CristoGarcíaTap

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