La pesadilla de Venezuela

Julio César Londoño
07 de mayo de 2017 - 04:06 a. m.

La situación institucional y económica de Venezuela y la brutalidad de la represión de las manifestaciones populares están alcanzando cotas obscenas. Sí, todos los países de la región han sufrido crisis económicas e institucionales severas, pero el caso de Venezuela es muy agudo.

Salvador, Honduras y Haití soportan depresiones económicas crónicas, pero ninguno de ellos tiene la milésima parte de la riqueza venezolana, con todo y la caída del precio del petróleo. Muchos países latinoamericanos han sufrido casos de represión más graves, medidos en número de muertos y desaparecidos, pero los operativos se hacían de manera clandestina. Con cierto pudor. Así operó la bota militar en Chile y Argentina en los años 70, y los agentes estatales colombianos que perpetraron los genocidios de la UP y los falsos positivos.

En Venezuela, la represión es impúdica y salvaje. Sus problemas, de vieja data.

El problema del desabastecimiento empezó en 2008, con la privatización de distribuidoras y productoras de alimentos, el contrabando de productos de primera necesidad, especialmente hacia Colombia, y el boicot del gran capital venezolano e internacional.

La debacle institucional también es vieja. Como a todo caudillo que se respete, a Chávez le incomodaba la democracia. Entonces se arrogó poderes omnímodos mediante “leyes habilitantes”, y el Psuv persiguió a los opositores, amordazó a la prensa y capturó la Asamblea, las altas cortes y los organismos de control.

Con Maduro, todos estos vicios y problemas se agudizaron. La crisis dio un giro el 31 de marzo con el golpe de Estado (fallido) del Tribunal Supremo de Justicia contra la Asamblea Nacional (dominada por la oposición). Desde entonces, en tan solo 35 días de manifestaciones, la represión ha alcanzado niveles espeluznantes. La Guardia Nacional incendia casas y apartamentos e impide la acción de los bomberos; los “motorizados” (colectivos chavistas paramilitares que se desplazan en motos de alto cilindraje) agreden a los médicos de los cuerpos de socorro y asaltan los parqueaderos de las unidades residenciales y desvalijan los carros; en Youtube está el video de un “rinoceronte blanco” (tanquetas de la Guardia Nacional) que atropella a toda velocidad a un grupo de manifestantes.

La situación es horrible y no hay solución a la vista. La cínica propuesta de Maduro, una Asamblea Constituyente de 500 miembros, con 250 escaños preasegurados para el régimen, enardeció los ánimos de la oposición.

Para la cúpula militar, los dueños del poder, entregar la cabeza de Maduro y convocar a elecciones es un suicidio. La oposición barrería y los altos funcionarios del régimen enfrentarían juicios por un concierto de delitos gordos y muy surtidos. Los generales perderían el control de negocios suculentos: industrias mineras, petroquímicas, petroleras y gasíferas, y las megaempresas creadas por decreto presidencial “para el desarrollo económico de la Fuerza Armada”, un imperio que comprende bancos, transportes, comunicaciones, constructoras, consorcios agropecuarios y suministro de pertrechos (“Militares, el poder detrás de Maduro”, El Espectador, abril 23/17).

El pueblo venezolano tampoco da muestras de ceder. Son muchos años de humillaciones, de privaciones, de cambiar con el vecino una pastilla de analgésico por tres de chocolate, de filas eternas para comprar pequeñas cantidades de alimentos.

Un régimen así no es sostenible. Tiene que caer, sí, pero cuándo. Antes, pueden pasar meses... Mientras tanto, ¿cuántas vidas se llevarán por delante los “rinocerontes” de la Guardia Nacional y los paracos de las motos?

 

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