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La plantación

Catalina Ruiz-Navarro
20 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

Es importante que los creadores de efectos visuales reciban el respeto que merecen”, dice Robert Downey Jr. antes de que él y otros actores de Los vengadores entreguen el Oscar a Mejores Efectos Especiales 2013.

 Samuel L. Jackson lo interrumpe. “¿Hay algo que quieras decir? Mejor entreguemos el maldito premio y así recibirán el respeto que merecen”. Silencio incómodo. ¿La conversación es parte del libreto o Downey está improvisando? ¿Es un chiste? “Ellos crean mundos”, dice Downey. Intenta continuar, pero Jackson lo interrumpe y anuncia los nominados: El hobbit, Los vengadores, La vida de Pi, Prometeo, Blanca Nieves y el cazador. Ganan Guillaume Rocheron, Erik-Jan De Boer y Donald R. Elliott y Rhythm & Hues, supervisores visuales de los alucinantes efectos de La vida de Pi.

Suben orgullosos a recibir su premio. “Es una ironía que, en una película que se pregunta si creer o no creer, casi todo sea falso”, dicen. A los 40 segundos empieza a sonar, amenazante y letal, la banda sonora de Tiburón. “Quiero agradecer a todos los artistas que trabajaron en esta película por más de un año, especialmente a la empresa Rhythm & Hues que, por cierto, está pasando por fuertes dificultades económicas...”. Entonces les cortan el micrófono y los bajan a todos del escenario.

Mientras tanto, cientos de empleados de Rhythm & Hues —que han sido despedidos al entrar la empresa en bancarrota— y artistas visuales de todo el mundo, protestan con carteles color verde perico quitaguayabo; el mismo verde de los fondos sobre los que construyen vívidos universos, insospechados incluso para la imaginación. Rhythm & Hues es una de las mejores empresas de efectos especiales; también se ganaron el Oscar por los efectos de Babe y La brújula dorada. ¿Por qué se fue a la quiebra?

El ítem más costoso de una película de Hollywood suele ser el de efectos visuales (rayando los 100 millones de dólares). Los estudios quieren reducir precios. Como son más las compañías de efectos que los estudios que pueden pagar estos servicios, la dinámica de oferta y demanda favorece al comprador. El precio muchas veces es fijo; no incluye horas extras, ni cuántas veces haya que rehacer el trabajo según las exigencias o caprichos del director. El mantenimiento físico de estas empresas es costoso, así que, a su vez, subcontratan artistas visuales independientes a quienes no les pagan salud, ni pensión, ni vacaciones ni nada parecido y que trabajan desde sus apartaestudios. Para hacer un efecto se necesita que muchas personas de distintas disciplinas desarrollen el software y el hardware necesarios y que los artistas que realizan los efectos estén al tanto de estos cambios, lo que implica constante estudio y capacitación. Los equipos y el software son caros, las horas hombre son inhumanas. Ni los artistas ni las compañías de efectos especiales reciben créditos creativos por su trabajo y muchísimo menos dividendos por las ventas en taquilla. Si alguna compañía se rehúsa a trabajar por esos precios y en esas condiciones, no será contratada nunca más.

Es impresionante cómo en una sociedad en la que las imágenes son tan poderosas se las valora tan poco. Este desprecio es extensivo al trabajo de animadores, fotógrafos, ilustradores, como si el amor a su trabajo justificara no cobrar; como si esos dibujitos no exigieran tiempo, trabajo, técnica y reflexión; como si la tecnología lo hiciera todo, lo arreglara todo, como magia, cuando las imágenes requieren más trabajo minucioso y tiempo que un mantel de macramé. Valdría la pena preguntarse cuántos de los efectos que nos fascinan están hechos por artistas talentosos que trabajan en las peores condiciones; como dijo uno en Twitter: “en la plantación, moliendo pixel”.

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