La prosperidad al debe

Tatiana Acevedo Guerrero
16 de septiembre de 2017 - 11:00 p. m.

Entre 1922 y 1929 Colombia tuvo plata. Fenómenos como la bonanza cafetera, la venta de Panamá y el hecho de que bancos en Europa y Estados Unidos dieran créditos sin muchos rodeos hicieron que los gobiernos centrales expandieran las redes del ferrocarril y las de asfalto. Las ciudades también se podían endeudar con bancos extranjeros. La facilidad para sacar un crédito benefició a industrias y gobiernos locales. La dicha, sin embargo, fue corta y desde 1928 los préstamos se hicieron difíciles. A partir de la crisis de 1929 Colombia entró en una recesión de la cual solo pudo recuperarse a mediados de la década de 1930. La prosperidad de los 20, se dijo entonces, había sido una fantasía: no era propia sino prestada. Las ciudades tenían agua, pero debían a bancos estadounidenses mucho más de sus presupuestos anuales. Los oficiales del Ejército tenían armas, pero estas eran fiadas. En la prensa de entonces se acuñó un nombre para esta situación nacional: “la prosperidad al debe”.

Esta columna no es sobre ese periodo ni sobre los préstamos de entonces. Es en cambio sobre otras deudas cotidianas, menuditas y contemporáneas. Pues más que una prosperidad al debe por cuenta de los gobiernos (como sucedía en la década de 1920), la de hoy es una prosperidad precaria, de familias y personas que entran en redes de préstamos con el propósito de rebuscarse la vida mejor. En dos décadas de contratos esquivos e inestables, tanto para bachilleres como para tecnólogos y profesionales sin alcurnia, las oportunidades de préstamos informales están a la orden del día. Préstamos gota a gota y paga diarios se ofrecen en los barrios por celular y en persona. Muchos funcionan de la manera más vertiginosa, sin condiciones de desembolso, con intereses que varían y con repercusiones graves si la persona no paga en los plazos (de acuerdo con el Gaula de la Policía, “el 10 % de los homicidios en Cali es por los prestamos gota a gota”).

En años recientes, gobiernos locales intentan combatir estas modalidades de préstamos a través de la oferta de créditos formales. En Medellín, por ejemplo, se puso en funcionamiento esta semana el programa Bancuadra, con el que “las personas podrán acceder a créditos de forma ágil y segura, que van desde los $200.000 hasta el $1’800.000”. El programa, explica el alcalde Federico Gutiérrez, es novedoso porque tiene intereses bajos (0,91 %) y está diseñado para grupos (de jóvenes, tercera edad, deportistas o acción comunal). Así mismo se eliminó el codeudor para aquellos productores propietarios de tierra en el área rural que abraza la ciudad.

La iniciativa se suma a otras similares que se han puesto en marcha. Bancos “de los pobres” o “de las mujeres”. Créditos para comprar electrodomésticos que se entregan con la firma del dueño del inmueble y se pagan con el recibo de los servicios públicos (“¿qué esperas para cambiar tu lavadora, nevera, o aire acondicionado?”, dice el revés del recibo de la luz en el Caribe). Todas estas iniciativas oficiales han encontrado clientes. Sin embargo, todas comparten una serie de condiciones exigentes, pues para acceder a ellas se requiere tierra, finca raíz o fiador. Además quienes tengan deudas o estén reportados en el omnipresente Datacrédito son excluidos.

Barreras así les restan relevancia a estos créditos. En vez de soluciones creativas frente a la precariedad en las condiciones de trabajo, diversas autoridades sacan provecho. La inequidad no es objeto de una política pública concertada. Se la convierte, por el contrario, en una fuente de recursos. Y si el propósito es acabar con los préstamos gota a gota, ofrecer a las comunidades otro tipo de endeudamiento no es el mejor camino. Si la persona incumple los plazos de estos créditos, puede poner en riesgo su tierra o las propiedades o el salario de su fiador. En cuyo caso, quizá recurrirá a un préstamo gota a gota para pagar las cuotas del crédito formal.

 

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