La revolución uruguaya

Carlos Granés
07 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

Sin la grandilocuencia ni las consignas estrepitosas y vacuas de los demagogos, los uruguayos llevan cuatro años sentando las bases de lo que podría ser la más necesaria y urgente de las revoluciones latinoamericanas. En julio de 2013, con José Mujica en la Presidencia, la Cámara de Diputados legalizó el autocultivo de la marihuana, los clubes de consumidores y la venta de cannabis en farmacias. Las dos primeras fases del proyecto ya estaban en marcha, y en cuestión de días se pondrá en marcha la tercera. Lo más curioso del asunto es que al controlar el proceso de producción, empaquetación y distribución de la droga, un monopolio estatal le arrebata por completo el negocio a las mafias.

Los demás países latinoamericanos deberían apoyar y hacer más ambiciosa esta iniciativa para que incluya otras sustancias. Por una vez, la región debería actuar de forma conjunta para hacer frente a los mares de sangre que deja, no la droga, sino su rentable comercio ilegal. Recordemos que los tres pilares del latinoamericanismo del siglo XX fueron la unidad del continente, la resistencia a la influencia yanqui y la búsqueda de soluciones propias a los problemas que emergían de nuestras contradictorias y exuberantes realidades. En relación al narcotráfico nunca se han aplicado estos principios. A este problema, típicamente latinoamericano, se le ha dado una solución típicamente yanqui. Como si se tratara de una amenaza para el estilo de vida norteamericano similar al comunismo, se le declaró una guerra frontal que tenía más de cruzada fanática que de estrategia racional para acordonar sanitariamente a las personas más susceptibles de sufrir los padecimientos asociados con la adicción a las drogas. No fueron los médicos los que encararon el problema, sino los gendarmes de distintas agencias gubernamentales.

El resultado es bien conocido: 45 años de guerra contra las drogas que no ha servido de nada, y en los cuales el mayor consuelo de algún presidente mediocre ha sido reducir las hectáreas de coca sembradas en su territorio, sólo para que el país vecino las acoja. Excepto por las voces de algunos expresidentes —César Gaviria, Jorge Enrique Cardoso y Ernesto Zedillo—, no ha habido unidad latinoamericana para afrontar este problema, y ni siquiera la ola de gobiernos de izquierda sirvió para adelantar una agenda común que cambiara la política antidrogas de los Estados Unidos.

Aunque Rafael Correa se mostró más sensato, la voz cantante del antiimperialismo siempre coincidió con su archienemigo en la aplicación de una política represiva. En las elecciones de 2012, cuando ya estaba enfermo de cáncer, Hugo Chávez seguía oponiéndose radicalmente a cualquier estrategia de legalización. Y lo mismo ha ocurrido con la derecha conservadora. En lugar de sacar al vecino norteño de su error, ha asumido su solución bélica a sabiendas de que es inútil y de que son muchos más los problemas que causa. La razón de esta negligencia ha sido el chantaje del poder imperial, desde luego, pero también una mezcla de cobardía y mojigatería criollas. Por eso hay que pararle bolas al experimento uruguayo. Debería ser la base para acordar, por fin, una política continental para el más latinoamericano de los males.

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar