La soledad del cucuteño

Arturo Charria
16 de febrero de 2017 - 03:02 p. m.

Vargas Lleras ha encontrado una sucursal perfecta para profundizar sus estrategias políticas.

En Cúcuta lo único que crece es el desempleo y la violencia. No hay industria, tampoco hay vocación agrícola. La tierra sólo dá para construir tejas y ladrillos, que se llevan para otras ciudades, porque las casas que se prometen en campaña nunca se terminan, y cuando se construyen son hechas con material de contrabando.

En Cúcuta el sol es extremo, adormece. Ya ni siquiera el fútbol ocupa las tardes de domingo de los habitantes de la ciudad, ahora el equipo juega en Zipaquirá. Sin fútbol y sin empleo, los cucuteños tienen mucho tiempo libre: caminan por las calles buscando una mejor sombra o un nuevo negocio, pero la frontera está en ruinas y en la ciudad no hay fábricas.

Este aislamiento histórico y la dependencia con la frontera venezolana han forjado el temperamento áspero del cucuteño, que fue descrito magistralmente por López de Mesa en 1934: “cuando la inteligencia asuma el control de sus pasiones, estimule la benevolencia, rija, en fin, el precio de la vida humana, dilatado horizontes de posibilidades que no puede malgastarse a cada gesto, a cada palabra, a cada cuarto de hora de mal humor”.

Esta soledad geográfica ha hecho que el cucuteño deba mirar siempre a Venezuela. En vano los habitantes intentan buscar otras ciudades de Colombia, pues la cordillera oriental parece haber excluido para siempre a la ciudad del resto del país. Por eso el cucuteño ha construido una identidad híbrida y esquizofrénica: se reclama colombiano y está atado culturalmente e históricamente al vecino país. Las cocinas se llenan con productos venezolanos, la gasolina y las placas de los carros son venezolanos, la señal de televisión llega más nítida de Venezuela y hasta las  cédulas de los cucuteños son venezolanas.

Pero la Venezuela de hoy no es una despensa, como lo ha sido históricamente para los habitantes de Cúcuta. Las evidentes necesidades de los venezolanos han aumentado la actitud hostil y beligerante del cucuteño descrita por López de Mesa. Así, en lugar de responder con solidaridad, los habitantes de la ciudad señalan que el desempleo, la delincuencia y la falta de porvenir son fruto de la migración venezolana.

Esta situación ha encontrado un voceador de talla nacional, Germán Vargas Lleras. Aunque la agenda del vicepresidente no tiene espacio, éste ha incluído como destino frecuente la ciudad de Cúcuta. El candidato Vargas Lleras aprovecha cada visita para hacer entrega de una nueva casa, que queda junto a otra que entregó la semana pasada. Luego, cuando viene el momento de la foto, los políticos de la región se dan codazos para salir retratados junto al que consideran futuro presidente; y, cuando está a punto de tomar nuevamente el avión para continuar su gira, lanza un antipático comentario al vecino país.

Pero no todo es malo. A pesar del aislamiento, el exalcalde Ramiro Suárez, condenado a 27 años de cárcel por asesinato, aún mantiene su interés por el “bienestar” de la región. Éste, aunque se encuentra preso en la Cárcel Picota de Bogotá, sigue dando instrucciones sobre la mejor forma de gobernar la ciudad: ordena contrataciones y proyectos, incluso determina el orden en que sus alfiles políticos deben aparecer en las fotos que se toma el candidato vicepresidente cuando visita Cúcuta.

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