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La suerte del sembrador

Eduardo Barajas Sandoval
05 de agosto de 2013 - 11:00 p. m.

Unas pocas frases bien dichas a los que tienen que oírlas, y en el momento oportuno, pueden ser la semilla de una dosis razonable de cambio; siempre y cuando los destinatarios las sepan entender.

Ahí estaban, agolpados en un mismo recinto de Río de Janeiro, los que deberían estar, es decir representantes de los que tienen, antes que todo, mayores responsabilidades en la orientación de cualquier sociedad latinoamericana de nuestra época, que no son solo los gobernantes en sentido tradicional, sino los académicos, los empresarios, los diplomáticos, los jefes religiosos y los líderes culturales, además de los consabidos comunicadores, que no necesitan convocatoria porque son siempre los primeros en llegar. En otras palabras, los miembros de ese grupo que, si quisiera, podría hacerlo todo mucho mejor: cesar conflictos, en lugar de alimentarlos; sumar en lugar de dividir; en fin, atender mejor la responsabilidad que les corresponde de optimizar la vida de la amplia gama de miembros de su respectiva sociedad.

Por gusto, por compromiso o por curiosidad, habían atendido la convocatoria para escuchar a un jesuita callejero al que el destino le dio la oportunidad de hablarles sin las ínfulas tradicionales de los que se creen príncipes en lugar de servidores de la humanidad, y que ya en Buenos Aires trabajaba por causas que, si sus interlocutores hubieran acogido desde un principio, habrían llevado hace tiempo a que nuestros países estuvieran en una condición diferente.

Seguramente para estimularlos a tomar parte en una cruzada por el bien colectivo, el visitante les anunció que ellos representaban la memoria y la esperanza. “La memoria del camino y de la conciencia de su patria”, les dijo, algo que en lenguaje no papal resulta en América Latina lamentable, porque es la memoria de la aptitud para acumular y mantener poder a lo largo de dos siglos, complementada con la ineptitud para construir sociedades más igualitarias y más decentes; además de ser portadores de una conciencia que parece todavía dormida. Y en cuanto a la esperanza les habló del “pleno respeto de los principios éticos basados en la dignidad trascendente de la persona”, de la que, también fuera del lenguaje papal, se puede observar que todavía está lejos la mayoría de los habitantes del continente.

Les invitó además a avizorar el futuro “con mirada calma, serena y sabia” y subrayó las opciones y retos de sacar provecho de las complejidades enriquecedoras de una tradición cultural que, aunque no lo haya dicho escuetamente, es evidente que lleva la carga maravillosa del mestizaje. Les llamó a la solidaridad social como una responsabilidad fundamental y les invitó al diálogo, aún en las circunstancias más difíciles, como la mejor herramienta para afrontar las dificultades del presente.

Lejos de proscribirlos, el Papa respaldó los gritos que piden justicia hoy, hizo un llamado a dedicar todas las fuerzas posibles “en favor de las personas para las que se trabaja” e invitó a construir una democracia que no se limite a la defensa de los intereses establecidos. Reclamó también la laicidad del Estado para que, sin asumir ninguna confesión, respete y valore la presencia de las religiones dentro de la sociedad. Subrayó que la política puede ser la mejor forma de la caridad y que la economía puede ser más humana. En el vuelo de regreso saldrían a la luz otros mensajes de esperanza respecto de las mujeres y los homosexuales en el seno de una iglesia amplia y amigable.

Esta visión futurista, democrática y renovadora, cuyo destino depende todavía de las luchas internas dentro de la Curia Romana, debería sacudir a quienes en uno u otro lugar de nuestro continente latinoamericano reiteran con insistencia su talante fariseo. ¿Será que los que en toda América Latina, además de proclamarse católicos, hacen gala de su capacidad para acomodar las leyes a sus intereses, se creen por encima de la ley, usan su ingenio para burlarla, creen que su palabra es la ley, se ufanan de la rentabilidad abusiva de sus negocios, practican a diario la discriminación, o se creen portadores, símbolos, promotores y jueces de la moral cristiana, han escuchado los mensajes del encuentro de Rio? Si los escucharon, ¿será que han sido capaces de entenderlos? Y si los entendieron, ¿será que son capaces de cambiar?

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