La trampa de Trump

Luis Fernando Medina
16 de septiembre de 2015 - 04:28 a. m.

En ciencia política existen muy pocas leyes.

Es un campo en el que para cada afirmación se pueden encontrar contraejemplos. Tanto una cosa como la contraria pueden ser ciertas según se mire. Por eso a todos nos gusta el hallazgo de Adam Przeworski según el cual ninguna democracia rica colapsa. Ninguna. Aquí sí no hay excepciones, zonas grises, nada: ninguna democracia con PIB per capita de más de 6,300 dólares ha colapsado. Para quienes trabajamos en este campo es reconfortante saber que sí hay una, por lo menos una, ley empíricamente demostrada. Pero en las últimas semanas me ha surgido la desagradable impresión de que, por estar embelesados con leyes de hierro sobre riqueza y democracia se nos han olvidado una serie de factores mucho más complejos. Esta desazón se la debo al señor Donald Trump.

Lo más probable es que Trump no vaya a ser presidente. Es más, probablemente ni siquiera vaya a ser candidato republicano. Como tiene un ego del tamaño de cualquiera de sus torres no descarto que sea candidato independiente, pero eso es otra cosa. Pero cuando se asiente el polvo de esta larguísima campaña, habrá un hecho tozudo al que tendremos que enfrentarnos: sabremos que en Estados Unidos hay millones de ciudadanos, de pronto decenas de millones, que pensaron que era buena idea votar para presidente por un bufón de la catadura de Donald Trump. Por supuesto que no será el fin de la democracia norteamericana. Przeworski puede estar tranquilo. Pero se habrá dado un paso más en una tendencia preocupante.

Cada vez me convenzo más de que la estabilidad de una democracia no depende solo de algunos factores bien delimitados (económicos o sociales) sino también de una cantidad de convenciones imperceptibles, eso que algunos llaman, con mucha elocuencia pero poca precisión, “cultura democrática.” Algunos elementos de la tal cultura democrática son fáciles de discernir como, por ejemplo, la tolerancia a las opiniones contrarias, el rechazo a la violencia como forma de acción política, cosas de esas. Pero hay otro elemento que no se menciona mucho, tal vez porque es difícil señalarlo sin ser malinterpretado: toda democracia robusta necesita una dosis finamente calibrada de elitismo.

Me refiero a que en una sociedad moderna, que se enfrenta a retos muy complejos, que requieren saberes especializados, es necesario contar con élites de tecnócratas, de intelectuales, de expertos de alto nivel y formadores de opinión calificados. Una democracia saludable es capaz de recoger los aportes de esas élites sin por ello convertirlas en gobernantes. Cuando hacen su trabajo bien, los partidos políticos son precisamente los encargados de recoger las aspiraciones de los ciudadanos y darles, por así decirlo, cierto barniz elitista. No es necesario que las élites gobiernen. De hecho, algunos de los mejores estadistas han sido líderes políticos que no proceden de dichas élites y más de un tecnócrata ha demostrado ser un desastroso gobernante. Lo que se necesita es, como decía antes, un conjunto delicado y casi imperceptible de convenciones sociales que permiten que dichas élites aporten lo que pueden aportar sin extralimitarse y sin ser marginalizadas.

En Estados Unidos el Partido Republicano lleva años erosionando ese tipo de convención social y ahora con la precandidatura de Donald Trump está a punto de hacerla saltar en pedazos. La campaña de Donald Trump repite, y acentúa, una táctica muy común dentro de la derecha norteamericana en los últimos años: expresar las visiones más simplistas e ignorantes de ciertos sectores de la sociedad. Como demuestra el mismo Trump, la ignorancia no tiene nada que ver con el ingreso. Vemos aquí un multimillonario, hombre de negocios exitoso, que cada que se pronuncia deja en claro que no tiene la más mínima idea de lo que significa gobernar un país moderno. Pero mientras los grandes partidos políticos de las democracias más robustas asumen la función pedagógica de educar a sus seguidores al mismo tiempo que representan sus aspiraciones, el Partido Republicano se solaza en hundir, en vez de elevar, el nivel del debate público.

No es solamente Trump. El Partido Republicano lleva años atacando las élites científicas en temas tales como la teoría de la evolución o el cambio climático. En asuntos económicos, el partido que otrora se enorgullecía de tener luminarias como Milton Friedman (independientemente de que uno estuviera en total desacuerdo con él), ahora se dedica a repetir dogmas de panfletistas de tercera e incluso de estafadores profesionales como los que viven de asustar millonarios para venderles oro. Ya no es inusual escuchar congresistas dándole eco a teorías conspirativas de aquel bajo mundo en el que Obama es un musulmán nacido en Kenya.

A simple vista, parecería paradójico que el partido de la derecha norteamericana, el mismo que había atraído a la crema y nata de las universidades de su país, esté ahora entregado a semejante cruzada anti-intelectual. Pero viendo las cosas con más detenimiento de pronto no hay tal paradoja.

El Partido Republicano de hoy muestra que lo opuesto al elitismo no es la democracia sino la plutocracia. Cuando se silencia al tipo de élites al que me referí, ocurren dos fenómenos simultáneos. Por una parte, la esfera pública se colma de charlatanes y agitadores a sueldo. Pero por otra parte, de manera más silenciosa, la formación de propuestas políticas queda en manos de poderes que no responden al control ciudadano. ¿A quién responden entonces? La respuesta la encontramos en una expresión idiomática común en Estados Unidos según la cual cuando alguien ha logrado consumar una estafa se dice que “va riendo camino al banco”.

 

 

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