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La vida escolta y deprimente

Gustavo Gómez Córdoba
26 de junio de 2008 - 01:53 a. m.

SI HUBIERA HECHO CURSO DE INTEligencia solo para sentirme como un estúpido comprando el pan y la leche para la señora del personaje. Si tuviera que pasar horas enteras recluido en un cuarto húmedo, en el sótano de un edificio, jugando cartas y dominó con tres tipos encorbatados, desentejados y armados.

Si los compañeros de oficina del personaje me sonrieran y me pasaran la mano por la espalda para que les ayudara a tramitar el pasado judicial del DAS sin hacer fila. Si me obligaran a pararme en la puerta de un restaurante “de autor”, en plena Zona T o G —o cualquiera otra estúpida zona gastroalfabética—, a ver de reojo cómo el personaje come, toma y habla por celular.  Si me tocara echarle la 4x4 encima a cualquiera que se me acercara mientras me paso un semáforo en rojo y me abro campo, a las malas, por entre dos estrechos carriles repletos de carros particulares.

Si debiera resignarme a partirme de frío en la madrugada, en el asiento de una camioneta, mientras espero que el personaje se tome fotos con otros personajes que tienen las manos llenas de whisky. Si, terminado el encuentro coctelero de personajes, no me quedara otra que salir corriendo para la casa porque después de dos horas de sueño tengo que recoger, tempranito y a tiempo, al personaje. Si nunca pudiera desayunar tranquilo. Si estuviera condenado a entrar a los clubes por una puerta exclusiva y excluyente, una puerta que un arquitecto diseñó para gente como yo cuyo único pecado fue no haber podido estudiar, por ejemplo, arquitectura.

Si mi castigo fuera aguantarme a los hijos adolescentes del personaje tratándome como un mueble. Si viera en el retrovisor del blindado que le asignaron al personaje cómo se besa con la amante a la que tengo que dar tratamiento de dama. Si tuviera que comprar muchos vestidos y corbatas con un sueldo que vale lo que vale la corbata que tiene puesta hoy el personaje, y si no me quedara más remedio que combinar “bocadillos” baratongos. Si fuera mi destino vivir en un barrio donde un vecino es jalador y el otro hamponzuelo de Transmilenio.

Si mi plan para la única tarde libre de la semana consistiera en roncar frente al televisor. Si a mis hijos los viera siempre de noche, por lo general ellos dormidos y yo extenuado. Si debiera limitarme a decir todo el día “no, señor… sí, señora… no, señora… sí, señor”. Si me hubieran entrenado para saltar a cubrir con mi cuerpo el del personaje cuando a un fulano se le da por bañarlo en plomo.

Si me pagaran una quincena flaquísima para mirarlo a usted con desconfianza y recelo. Si los periódicos publicaran aterradoras estadísticas para medir la insignificante expectativa de vida de mis colegas y yo. Si por un audífono me metieran constantemente ruido y órdenes. Si una pistola se me clavara en la cintura cada vez que me siento. Si no pudiera lavarme los dientes a medio día. Si mi mujer nunca gozara del femenino derecho a llamarme al trabajo o si ni siquiera supiera realmente en qué trabajo…

Si todo eso me pasara, pensaría en dejar de ser escolta. A menos que la necesidad me obligara a seguir siéndolo.

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Otra cosa: Este detalle que reveló a SoHo el protagonista del deplorable comercial de Finigax en el que un personaje es cubierto por escoltas que confunden una flatulencia con un disparo: “Estoy rodeado de guardaespaldas que cuando oyen el estruendo se me botan encima, creyendo que es un atentado, pero al instante se levantan haciendo mala cara por el olor de mis gases. (…) De tanto ensayar se me dañó el pantalón que había llevado; menos mal me lo pagaron. Los escoltas eran reales, pertenecían a la Fiscalía”.

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