La voracidad del Estado

Juan Carlos Gómez
10 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

De los innumerables impuestos, tasas, contribuciones y gravámenes que existen, ninguno más infame que el impuesto predial, especialmente cuando recae sobre la vivienda, para muchos el único patrimonio con el que cuentan. Cada año por estas fechas cuando se empiezan a vencer los plazos para el pago del impuesto predial, muchos ciudadanos tienen que recurrir a préstamos y otras maromas para no incurrir en mora, una catástrofe que arrasaría con el inmueble.

El avalúo catastral como base para la imposición del gravamen aumenta cada año, lo cual es una ficción, cuya única consecuencia es pagar más y más. El monto de los avalúos de las viviendas se ha venido elevando especialmente en los últimos años sin que eso le signifique beneficio alguno al contribuyente, distinto de tener que pagar más. La gente no protesta como debería protestar; no es en lo absoluto un problema solo para “los ricos”. Es peor para los propietarios de las viviendas más modestas, pues el pago del predial se lleva una porción bastante considerable del ingreso familiar. Se está armando una bomba de tiempo que no les importa en lo absoluto a las autoridades, pues mientras gobiernan patean el problema hacia delante, para el próximo alcalde, con tal de recaudar y gastárselo todo durante su cuatrienio. El problema del predial en ciudades como Bogotá es que desde hace muchos años el contribuyente no percibe ningún beneficio. Aspectos como la calidad del aire, la movilidad, la seguridad y el transporte que le dan valor a una ciudad, se deterioraron enormemente, de tal forma que en muchos frentes el actual alcalde tuvo que empezar de nuevo. La ciudad como ciudad no vale lo que nos están cobrando a través del impuesto predial. La voracidad del Estado es insaciable y muy pronto los ingresos que producen las sucesivas reformas tributarias se quedan cortos. Lo grave no solo es el dinero que se pierde en los innumerables casos de corrupción, sino los billones de pesos que se desperdician. Tal vez lo que más molesta de la voracidad del Estado son esos funcionarios que reparten a manos llenas bienes y subsidios, como si fuera un acto personal de generosidad.

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