Alguna vez leí que durante más de 1.000 años en Occidente la mosca doméstica tuvo cuatro patas por la simple razón de que así lo había dicho Aristóteles. Habló el maestro y ya nadie volvió a mirar el mundo. Cuando 1.000 años después alguien halló una mosca de seis patas le pareció una anomalía, o tal vez una criatura irresponsable. ¡Cómo se atrevía a contrariar a Aristóteles!
Aquí viene Fernando Vallejo a decirnos que Newton y Galileo no siempre acertaron al describir el movimiento de los cuerpos o de la luz. Fernando: no regañes a Newton, que él se equivocaba, pero lo hacía de buena fe, no como ciertos críticos de revista que no son capaces de leer tu libro sólo porque los obliga a pensar.
Cómo harán esos pobres con Newton, que es mucho más difícil de leer, y como tú demuestras, menos preciso. Se escandalizan de que un colombiano se crea con derecho a discutir a Galileo o a Newton. Como si no fuera el deber de todo lector leer críticamente cada texto.
Podríamos decir que Las bolas de Cavendish es una novela cuyo protagonista, Fernando Vallejo Rendón, “don Efe Ve Ere, orgullo de su país y el universo mundo”, como él mismo se llama, parece emprender la crítica de los grandes maestros de la ciencia, pero en realidad viene a ajustar cuentas con las imposturas de la academia. El blanco de sus flechas son ciertos profesores prepotentes que repiten con rigidez lo que no han entendido, porque no estudian para entender sino para repetir, y para vivir del prestigio de la autoridad.
Pero Vallejo es el enemigo declarado de la autoridad, llámese Dios, el papa, el presidente, el maestro, el gendarme o el pistolero. Vallejo grita: “Muchachos, lean con atención los contratos, no se dejen meter gato por liebre. En la letra chiquita está la trampa. Y así como Galileo desafió la autoridad de Aristóteles, desafíen ustedes la de Galileo, aprendan su lección”.
Otro viene a repetir que Vallejo se repite. Yo digo otra cosa: Vallejo insiste, como tiene que ser. Esta especie nuestra es terca en sus errores y el viejo tábano tiene que picarla sin fin para que despierte y se mueva. Nadie se atreve a decir de cada libro de Shakespeare: “¡Otro libro sobre el poder, sobre el amor y sobre la muerte!”. Y no: Shakespeare ni siquiera hacía libros, ponía las palabras a moverse en un escenario, y siempre era distinto el movimiento. ¿Otro libro de Cervantes sobre don Quijote? ¿Otro libro de Kafka sobre la fatalidad? ¿Otro libro de Flaubert buscando la palabra invisible? ¿Un paso más de Dante hacia Dios? Pues sí: otro libro de Vallejo sobre el lenguaje.
Su tema secreto son las afinidades entre la ciencia y la literatura. Mostrando que ambas viven la misma agonía, la de convertir el mundo en palabras, la de atrapar la realidad en el lenguaje. Claro que es imposible: la realidad es simultánea, el lenguaje es sucesivo; la realidad es vacío y fuga, el lenguaje es llenura y permanencia. No hay frase tan duradera como “a las palabras se las lleva el viento”.
El pobre Galileo y el pobre Newton son dos literatos patéticos que intentan atrapar la realidad en palabras, pero han renunciado de antemano a la imaginación, a la fantasía, a la emoción, a la metáfora. No me extraña que no lo logren. La realidad es demasiadas cosas para que pueda caber en el incómodo recipiente de la razón. La fórmula intenta atraparla, pero todo se queda por fuera. La ecuación intenta sus malabares, pero alrededor se desesperan los ángeles.
Fernando Vallejo comprende que es imposible entender: la luz escapa, lo sólido se vuelve vacío, la eternidad no se deja medir por nuestros 70 años, Dios es un agujero negro, unas fuerzas indescifrables mantienen la cohesión de este todo vacío. Pero aun así grita: “¡Yo lo que quiero es entender!”. Y el astuto profesor de física, al que él llama Vélez por darle un rostro cercano, pero que tiene tantos nombres famosos, le dice que la física no tiene por finalidad entender sino predecir y medir. El astuto profesor finge ser un investigador y en realidad es un manipulador. Pero tiene razón el profesor: aunque yo no entienda una piedra, puedo quebrar un vidrio con ella. Por eso la ciencia, sin entenderlo, puede destruir el mundo.
El que quiere entender es otra cosa, es un poeta extraviado. Chesterton decía que el poeta es un pobre insensato que quiere poner su cabeza en el firmamento, pero el racionalista es un loco que quiere meter el firmamento en su cabeza. Por eso yo me atrevo a decir algo que a Vallejo no le gustará: que Vallejo es un poeta, que se siente más feliz hablando de las categorías angélicas de Tomás de Aquino que de las bolas de Cavendish, pero igual se divierte enumerando las curvas compuestas: “Al rodar por tu plano inclinado tu rueda va trazando un cicloide, un deltoide, un astroide, un hipocicloide, un epicicloide, un epitrocoide, una roulette, una limacon, una curva racional, una trascendental, una del grado 6, una del grado 7, escoge”. Bueno, eso es poesía.
Y es un poeta que dice odiar la poesía, lo cual es una manera apasionada de amarla. Escúchenlo: “La gravedad no la comprendemos ni la luz tampoco. De la materia por lo menos sabemos que en esencia es vacío”. Óiganle estas frases: “O qué. ¿Metían la catedral de Notre Dame en una campana de vidrio para hacer el vacío y poder tirar desde sus torres una piedra?”.
“El ímpetu, el momento, el trabajo y la energía son conceptos físicos. Lo que pasa es que por la falta de imaginación lingüística y cultura que caracteriza a los físicos, para designarlos estos han recurrido al idioma de la vida, al diario, al rotatorio, y se han dado a violentarlo. Nadie les dice nada. Les tienen pavor. Yo no. A mí que no me vengan a asustar con su garrapateo de ecuaciones”.
Y el lenguaje salva a Vallejo de ser un mero garrapateador de ecuaciones. “El niño Einstein se montó en un rayo de luz con un espejo a ver si la luz en que iba cabalgando le daba en la cara y a la vez le rebotaba su imagen”.
Muchachos: lean Las bolas de Cavendish, disfruten el esplendor del lenguaje tratando en vano de atrapar el mundo. Sientan el verdadero espíritu de esta época, y sientan la nobleza de Fernando Vallejo, que es capaz de reírse con gracia de Dios y del átomo, pero sabe callar conmovido ante el dolor de un perro.