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Las dos caras del pasado

Mauricio García Villegas
16 de agosto de 2014 - 02:20 a. m.

En las últimas columnas he discutido con Eduardo Posada Carbó y al debate se han sumado otros columnistas, entre ellos Santiago Montenegro, Óscar Guardiola y Darío Acevedo.

Todo se originó por una columna en la que dije que la historia de Colombia estaba marcada por la ausencia de mitos fundacionales y por conflictos recurrentes, todo lo cual era una especie de prolongación de la Patria Boba.

Parte de las críticas que he recibido son, a mi juicio, eso que llaman una falacia de “hombre de paja”, la cual consiste en utilizar lo que dice el oponente para hacer de ello algo distinto que resulte fácil de refutar. Ejemplo: “¿qué no te gusta el gobierno de Cuba?; ah!, es que ustedes los neoliberales amigos de los Estados Unidos…”.

Algo así hace Darío Acevedo. Me apartó de la versión soñada de Posada Carbó y entonces dice que lo mío es igual a lo que sostuvieron los marxistas de los setenta que abominaban del Estado y del derecho (es evidente que Acevedo no ha leído nada de lo que he escrito en los últimos veinte años). Lo mismo hacen Posada Carbó y Montenegro: digo, tímidamente y al final de una columna, que ojalá cuando logremos la paz podamos cimentar un nuevo mito fundacional y entonces, a partir de ese ingenuo “ojalá”, suponen que yo confío en las Farc para refundar la patria, o en la guerra para construir el país que queremos.

Mis contradictores, en cambio, dejan de lado el argumento central, que es este: cada país vive las tragedias a su manera; algunos reparan en ellas para salir adelante y labrarse un futuro mejor; otros, en cambio, no aprenden de ellas y las repiten sin cesar. Colombia parece hacer parte de estos últimos: aquí la violencia no solo ha producido muerte y desolación, sino mezquindad y degradación del tejido social. Si creen que exagero miren los datos de la Unidad de Víctimas, según los cuales el conflicto colombiano ha producido cinco millones y medio de víctimas desde 1984. Incluso en el contexto mundial, esa cifra es aterradora.

Santiago Montenegro subestima esa violencia prolongada. A partir de un texto de Ortega y Gasset sostiene que la Revolución Francesa, como la Patria Boba, también fue violenta y absurda y que sus frutos solo se vieron muchos años después. La comparación me parece, por decir lo menos, insólita. Es verdad que la Revolución Francesa pasó por un baño de sangre, pero también pasó por Napoleón, por la eliminación de la nobleza y por la consolidación de instituciones republicanas fuertes y durables. Nada de eso ocurrió en Colombia. Con todo respeto, creo que Tilly, Furet o incluso Tocqueville, entendieron mejor lo que ocurrió en esa revolución que Ortega y Gasset.

Es verdad, sin embargo, que el rasgo trágico de nuestra historia ha estado acompañado por avances notables en el constitucionalismo, en las ideas políticas y en la democracia electoral. Nunca he desconocido eso. Por el contrario, siempre he dicho que esa tradición legal e ideológica es un gran patrimonio nacional que debemos preservar.

Lo que digo es que ambas cosas, la fatalidad de la tragedia y la firmeza de la civilidad, hacen parte de nuestra historia, a tal punto que conforman lo que se conoce como “la paradoja colombiana”. Una paradoja que también es intelectual y que ha dividido en dos a los historiadores. Mientras un grupo interpreta el pasado haciendo énfasis en nuestras glorias legales, el otro lo hace acentuando nuestras desdichas.

Hay que mirar esas dos caras de la historia y no, como hacen mis contradictores, una sola de ellas (la agradable). A eso me refería cuando dije que a la historia de Colombia le hace falta sociología política.

 

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