Por estos días, en nuestras noches lúgubres y frías, siendo la soledad compañera fiel, abrimos nuestros dispositivos electrónicos, avivamos la flama de la conciencia, sacamos la libreta de notas, junto a una buena taza de café. Observamos y percibimos un “mundo en llamas”; conflictos bélicos que van y vienen. Cada día se concibe una cita del hombre ante la muerte. Allí la vida es infierno, la tragedia es rutina y la muerte es sosiego. Se coloniza la tortura, no existe la justicia y la dignidad humana es quimera, y se martiriza y se apaga la vida, sin importar los pecados, las indulgencias, la fragilidad, la ternura y la inocencia.
A saber, que más allá de los conflictos y desgracias humanas hay otros frentes de batalla ulterior que se avivan en el día a día: la puja entre la verdad y la ficción, entre la verdad y la mentira, entre la percepción y la realidad. A saber, que la realidad es determinista e imparcial, no se inmuta, no se hace responsable de las percepciones falseadas y sesgadas de los que observan, narran, escriben, informan e interpretan.
¿Qué es verdad? ¿Qué es falso? ¡Qué importa la respuesta! Si restamos relevancia a la fuente, a su contexto, cada día en el mundo de la política se abre una mayor brecha entre lo que pasa en realidad y lo que se observa, describe y se narra de esa realidad. A sabiendas de que la mayoría toma partido e instala la propia versión de los hechos: “Todos somos buenos o malos, depende solo de quién cuente la historia”. Siempre que sirva a ciertos intereses políticos, económicos o religiosos. “El fin justifica los medios”, así ello implique que tú, ellos o vosotros sirvamos como medio (véase caso Cambridge Analytica), o paguemos el precio, como un simple efecto colateral.
Estamos en aquella época que se quiere y se hace confundir: “El interés público, con lo que le atrae al público”, “Igualar la creencia con la verdad”, “decir lo que la gente quiere escuchar”, lo políticamente correcto, así ello implique el descalabro moral. Estamos en un momento en que la mentira (la falsificación de la realidad) es mucho más atractiva (la mayoría trae una mayor carga emocional: morbo, odio, miedo, violencia o agresividad) que decir una verdad, se hace mucho más incómodo: “En política el que dice la verdad tiene más probabilidad en ser percibido con desdén y desinterés que aquel que actúa y habla con argucias”.
En ocasiones intentamos asumir el papel de “espectador imparcial”, allí asistimos: unos, como “pacientes y súbditos” donde somos sujetos disciplinados, normales (Foucault, 1988) y cumplidores. Otros somos y buscamos vuestra agencia (Amartya Sen, 1999), allí sobrevive la crítica, luchamos por la construcción y defensa de vuestra moralidad, defendemos la realidad objetiva en épocas de posverdad.
Como agentes damos cuenta de la importancia de la lectura y escritura: último bastión en contra de la injusticia, la mentira y la vulgaridad humana. La agencia nos obliga a leer y a saber qué leer, a escribir y saber qué escribir, a preguntar y a quién preguntar, a buscar respuestas desde la evidencia. El agente intenta matizar e interpretar conmensurablemente las noticias, la información y las comunicaciones ante la cloaca y la mugre que se acumula en los diferentes medios y redes sociales. Los agentes todavía creemos y defendemos la verdad objetiva y a preservar la historia, narrada por hombres honestos, ajenos a cualquier lógica de poder y de cualquier hegemonía ideológica.