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Leyes inútiles

Mauricio García Villegas
01 de febrero de 2013 - 11:00 p. m.

Hace un par de semanas el presidente Santos felicitó a la ministra de Justicia por emprender un proyecto para desterrar del ordenamiento jurídico las leyes obsoletas e inútiles. Si derogamos esas leyes, dijo Santos, podremos tener “un país mucho más gobernable y mucho más eficiente”.

Con todo respeto, presidente, me temo que su esfuerzo puede ser igualmente inútil. Ni el mismísimo Napoleón pudo lograr eso en Francia con su Código Civil, ni Hammurabi en Babilonia, ni Ataturk en Turquía, ni por supuesto don Andrés Bello en Chile. El problema no está solamente en la ineptitud de nuestros legisladores, sino también en que buena parte de lo que hace el derecho es ordenar cosas inútiles, o por lo menos cosas que no están hechas para ser cumplidas.

Con mucha frecuencia el derecho se hace para producir otros efectos diferentes de los que proclaman sus normas. Efectos simbólicos, en la mente de los ciudadanos, no efectos materiales. Como el chamán Quesalid, relatado por Claude Lévi-Strauss, que no era un gran médico porque curaba a sus enfermos sino que curaba a sus enfermos porque era un gran médico, así también el derecho consigue objetivos (políticos) a través de la creación de imágenes y de símbolos, y no imponiendo lo que dicen sus leyes.

En América Latina llevamos cinco siglos preguntándonos por qué hay tanto derecho que no se cumple. Ya es hora de que indaguemos por otro lado: ¿no será que el derecho inútil persiste porque está destinado a cumplir otros propósitos? Joseph Gusfield mostró cómo el verdadero significado de las normas que prohibían el consumo de alcohol en los Estados Unidos no era castigar a los consumidores sino proclamar una visión puritana de la sociedad. Lo mismo pasa con las normas penales que prohíben el aborto, o las drogas: están menos hechas para cambiar la realidad que para sentar un precedente. Los ricos del sur de los Estados Unidos necesitan que los inmigrantes mexicanos trabajen (barato) en sus granjas, pero vociferan contra ellos para poner de presente que, si bien los dejan entrar (ilegalmente), siempre serán extranjeros en su tierra. La norma crea el símbolo de exclusión pero no acaba con la inmigración, y así, todos contentos.

Algo similar pasa con muchas leyes que proclaman la justicia, los derechos sociales, la participación política o la paz: mantienen las ilusiones de cambio sin que la realidad social tenga que transformarse para responder a esas ilusiones. Buena parte del derecho inútil es útil políticamente: representa el sitio en donde las necesidades de renovación y las necesidades de estabilidad pactan. Allí se satisface el anhelo de verdad y el anhelo de realidad; los valores se dicen, y en este sentido la verdad y la justicia ganan, pero las cosas permanecen como estaban, y en este sentido la estabilidad social toma su parte.

Agustín Basave, desde México, dice lo siguiente: “Al deber ser lo homenajeamos con la palabra y al ser con la obra. Y es que así es: en nuestra realidad mental, lo ideal está hecho para hablarse o escribirse y lo real para vivirse. No hay que mezclar. Cada cosa en su sitio, cada cual a su tiempo. Sería tan peligroso teorizar la corrupción como poner en práctica la honestidad”.

Me dirán que exagero y que lo que digo no descalifica el esfuerzo de la ministra. Quizás tengan razón; el hecho de que la tarea sea muy difícil no le resta importancia. Sin embargo, me parece que para mejorar el derecho hay que empezar por entender que no todas las leyes se promulgan para ser aplicadas; muchas de ellas se hacen simplemente para ser promulgadas y, por lo tanto, el concepto de inutilidad en el derecho no es tan sencillo como parece.

 

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