Llueven flores amarillas

Reinaldo Spitaletta
30 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.

La novela total, el alfa y el omega, el génesis y el apocalipsis, la saga de los Buendía, se publicó hace 50 años en Buenos Aires y desde entonces la literatura de América Latina tiene una obra que pertenece al mito y a la historia. Cien años de soledad, la del comienzo alucinante y la del final cataclísmico, es una suerte de epopeya sobre los pueblos azotados por la peste del olvido y por otras desventuras.

En 20 capítulos no numerados la obra cumbre (y esto es un lugar común) de Gabriel García Márquez canta desde las maravillas de los alquimistas hasta los ardores de urgencia de Pilar Ternera, la dama de las iniciaciones púbicas y los amores no correspondidos. Hay ecos homéricos y voces dantescas, tiempos del mito y tiempos de la historia. Y, claro, en modos de la narración se puede adivinar a Cervantes y su descomunal Quijote o a los juglares costeños, como Francisco el Hombre, capaces de derrotar las sapiencias y astucias del diablo.

En Cien años de soledad, la de múltiples homenajes, la que evoca a Gargantúa y Pantagruel, y tiene aires de Rulfo (pongamos por caso, el personaje de Prudencio Aguilar), es la posibilidad de degustar un lenguaje de exotismo, alta precisión en las palabras y meterse en una máquina de la memoria. Alguien decía que los vencedores escriben la historia y a los vencidos les queda el arte de la novela para no desaparecer del mundo de las palabras y las cosas.

Se pudiera aseverar que Cien años de soledad es la voz de los borrados por historias oficiales, como los 3.000 muertos de las bananeras (el Pentágono reconoció al menos 1.000), y de los fundadores de pueblos perdidos, donde la ciencia y el vasto conocimiento los divulgan los gitanos. Macondo es un espacio de deslumbramientos en los que puede sonar la música de Pietro Crespi o el pito melancólico de un tren amarillo.

Macondo, donde confluyen galeones españoles y las profecías de Nostradamus, es la aldea y el universo. Son los laboratorios de la imaginación, del huevo filosofal, de los imanes y los circos y las maravillas transoceánicas y las babélicas lenguas, los que discurren en un tiempo sin tiempo, con un destino fatal: la desaparición de todo lo que fue. Allí, en esa ficción de ensueños, los espejos (y espejismos) de la memoria y el olvido se juntan en una perpetua orgía de palabras y personajes.

Es una metáfora del principio y el fin. De las ideas de progreso, de la creación y la destrucción. En esta ópera magna, que García Márquez vislumbra desde La Hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la mamá grande, está la formación de un país, sus guerras civiles, sus disputas por el poder y la visión de un mundo en el que la magia, los augurios, los sortilegios y las profecías son parte de lo cotidiano.

Macondo, la del “concierto de tantos pájaros”, es la presencia de “cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer”, combinada con guerras, huelgas, expediciones y gente que “continúa viviendo en el tiempo estático y marginal de los recuerdos”. Es la vida y la muerte reunidos en un lugar (que se transmutará en un no-lugar) en el que tal vez lo único que no causa conmociones ni alelamientos es el cine.

En Macondo (como en el Quijote, la Biblia, las cosmogonías) está todo lo posible y lo imposible. Y la poesía salta aquí y allá, como en una lluvia de minúsculas flores amarillas y en las brisas que llegan de más allá del mar. Y están el incesto, los patriarcados, la ciencia, las supersticiones, los descubrimientos tardíos, los amores frustrados y las presagiadoras imágenes que se forman frente a un pelotón de fusilamiento.

Hace 50 años, cuando la primera edición de esta novela fundacional comenzó a circular en los kioscos y librerías de Buenos Aires, cuando su lenguaje de fosforescencias obnubilaba a miles de lectores, el mundo era el de la Guerra Fría, el de los Beatles, el del Che Guevara y Violeta Parra, y el de jóvenes multitudinarios que querían ser protagonistas de su destino y de la historia. Era, además, el de una América Latina que se hacía visible con su literatura de prodigio.

Y hoy, cuando una novela cincuentenaria convoca otra vez a tantos lectores, Macondo goza, más allá de la ficción y de los pergaminos de Melquíades, de un privilegio: no ser desterrado jamás de la memoria de los hombres. Honor que le cabe también a su creador.

 

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