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Los aviones y Anselmo

Catalina Ruiz-Navarro
26 de diciembre de 2012 - 11:00 p. m.

Hace 100 años, en 1912, John Smith o Schmitt (pues nadie recuerda si el joven piloto era canadiense o alemán) hizo volar el primer avión sobre los cielos colombianos.

Ese mismo año, como invocado por las máquinas aladas a las que dedicaría su vida, abrió los ojos por primera vez mi abuelo, Anselmo Navarro.

Siendo muy joven llegó a trabajar a Barranquilla como profesional en mantenimiento de aviones en la Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos, Scadta, la primera compañía aérea de Colombia. En la crónica sobre el nacimiento de la aviación escrita por el piloto alemán Herbert Boy en 1955, Una historia con alas (cuyo ejemplar reposa en la biblioteca de mi abuelo), se cuenta cómo por esos tiempos en Barranquilla “no había semana sin fiestas, inauguraciones, recepciones, carnavales, asambleas para formar nuevas empresas. Todos los proyectos, por descabellados que fuesen, como el de la Scadta, que aspiraba a convertir a Barranquilla en el primer centro de aviación comercial de toda América [...] todos los proyectos, repito, se discutían no solo en el club y entre los caballeros, sino en las calles del puerto y en las tabernas frecuentadas por los bogas del río y las vendedoras de pescado”. Al minuto de llegar de Santander mi abuelo se vio embriagado por esa Barranquilla maníaca, donde el cielo no parecía un límite y él podía manosearles las entrañas a sus adorados ícaros de hierro.

Cuando Scadta se convirtió en Avianca lo trasladaron a Medellín, donde conoció a mi abuela. Para impresionarla, en su primera cita la llevó a conocer los aviones. La montó en uno y hasta le tomó una foto, que mi abuela siempre tuvo exhibida en la sala de la casa. En 1955 regresó a Barranquilla, donde lo conocerían como “El viejo Anselmo”, el jefe de mantenimiento del taller de Avianca, un hombre grande y generoso que repartía su tiempo entre el aeropuerto, la casa y el famoso bar Los Almendros, frente al estadio Romelio Martínez, donde se reunían todos los avianqueros. Al jubilarse, mi abuelo no soportó estar lejos de los aviones y pasó sus últimos años trabajando como inspector técnico de la Aerocivil.

Mi abuelo vio cómo la posibilidad de transporte rápido entre regiones, que de otra forma estarían prácticamente incomunicadas, hizo despegar nuestra economía y afianzó nuestra identidad como país. Vio aterrizar los aviones que, sin importar lo que transportaran, venían cargados de ideas. A mi abuela le cumplió su sueño de dar la vuelta al mundo. La llenó de historias que yo escucharía antes de dormir; gracias a los aviones, un mundo maravilloso, inmenso y múltiple hacía presencia junto a mi cama en Barranquilla.

Celebrar los 100 años de la aviación en Colombia es celebrar a todos esos hombres que, como mi abuelo, soñaron tercamente con el progreso. Hombres que entendieron que para colonizar esta tierra había que colonizar el cielo. Que perderle el miedo a volar traía como consecuencia perderle el miedo al otro. Que al volar el cuerpo necesariamente volaba la mente, porque se abría a recibir el progreso. La aviación fue a la vez punto de apoyo y palanca en la construcción de Colombia como país y encarnó un espíritu optimista y atrevido que dio vida a una nación.

En 1980 mi abuelo celebró con sus amigos la apertura del nuevo aeropuerto Ernesto Cortissoz. Una vertiginosa ola de progreso llegaba a la ciudad. El 5 de diciembre de ese año tuvo la mejor fiesta de su vida en la inauguración del aeropuerto. Al día siguiente, el guayabo fue tal que le dio un infarto. En el funeral los cercanos sonreían en secreto; la muerte de mi abuelo era la prueba de que soñar paga: pocos hombres tienen la dicha de morir tan contentos.

 

 

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