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Los campesinos del siglo XXI

Juan Manuel Ospina
20 de febrero de 2013 - 11:00 p. m.

¿De qué campo, de qué campesino estamos hablando en esta Colombia del siglo XXI? No es una pregunta retórica.

De su respuesta depende en buena medida el derrotero que tome la reforma rural que esté país tiene pendiente, hoy presente en las negociaciones de La Habana. Urge aterrizar, sintonizar si se quiere, tanto la visión y los correspondientes análisis como las normas y políticas requeridas para adelantar la reforma. Para ponerlas a tono con un país y un campo, con un campesino, significativamente diferentes a lo que los colombianos conocieron y vivieron hasta los años 60 del siglo pasado, herencia del siglo XIX con su carga de guerras y violencia rural. Una violencia que empieza con la guerra de Independencia y el gamonalismo regional armado superado con la Constitución de 1886, hasta la carnicería de la absurda Guerra de los Mil Días, cuando se sembraron semillas que darían origen a muchos de los eventos de “La violencia” de mediados de la centuria pasada, en campos y pueblos.

El problema de la tierra, “la cuestión agraria”, sigue en el orden del día y reclama una mirada nueva, contemporánea, pues aunque se mantenga congelado respecto a su solución, la realidad en que se da es dinámica. Viejos problemas de nuestro mundo rural que deben abordarse y resolverse en contextos nuevos. Cambió la economía, la relación rural–urbana, el peso de la cuestión agraria como realidad generadora de violencia, el entorno de la economía mundial, la relación fundamental entre “el número de los hombres”, como dice la historiografía francesa y la cantidad de tierra disponible, libre, baldía.

Hasta mediados del siglo pasado, Colombia era un país colonizador muy a lo siglo XIX, con tierra abundante y una población escasa: En los 60 la población era la tercera parte de la actual. Asomaba la cabeza una agricultura comercial incipiente pero en crecimiento, localizada en enclaves, que se movía al ritmo de la demanda de unas industrias nacientes. El grueso de los pobladores rurales vivían aislados en sus parcelas, comercializando los escasos excedentes de sus cosechas, los domingos en el mercado del pueblo. Era el paisaje rural que evocan con nostalgia tantos bambucos, pasillos y guabinas. Un campo básicamente andino, con su corazón cafetero organizado e impulsado por la muy colombiana y que fuera eficiente organización de los comités de cafeteros y en la cúpula, la Federación. “La conquista del Trópico” (Urabá, Magdalena Medio, Pie de Monte Llanero, Bajo Cauca…) estaba en marcha. Unos Llanos Orientales con pocos pobladores y una ganadería no tecnificada, “natural”, dispersa en sabanas ilimitadas, sometidas a los rigores de veranos e inviernos extremos, donde una vaca para mal comer necesitaba hasta diez hectáreas.

El campesino colombiano en su misma diversidad es la columna vertebral o, si se quiere, la matriz que le dio vida y personalidad a Colombia como sociedad y a todos y cada uno de sus habitantes, por más urbanos que hoy nos podamos sentir.

La visión de la tierra que se expresa en el grueso de nuestra legislación de tierras, desde antes de la Ley 200 de 1936 de López Pumarejo, es la propia de un país de campesinos colonizadores, que a golpe de hacha se abrieron camino en la vida y lucharon por lograr un futuro que no ha superado la simple supervivencia. Va contra la dinámica misma de la Historia, pretender que el futuro deseable para la familia campesina sea permanecer aislada en su parcela, alejada de las posibilidades de asociarse con otros productores, no solo pequeños, sin posibilidades de vincularse a una economía con mercados dinámicos, más allá del dominguero del pueblo. En fin, sin posibilidades de tecnificarse y de asumir el desafío de transformarse en un pequeño empresario organizado y capacitado, socio de proyectos mayores, que capitaliza su actividad; todo ello en el marco de reglas de juego y regulaciones claras y vigiladas por un Estado, árbitro del proceso y garante del respeto de los derechos de unos y otros.

Ese es el escenario que ven y desean nuestros campesinos. Que no es el mismo, paradojas de la vida, con el que sueñan para ellos los urbanos interesados en el campo y solidarios con los pobres rurales que de buena fe pero con desconocimiento de las posibilidades que hoy la Constitución les ofrece, pretenden dejar a esas familias campesinas, a 10 millones de compatriotas, sumidos en la premodernidad, súbditos del reino del “no futuro”; familias donde en especial los jóvenes, no le quitan el ojo a la ciudad en la cual sueñan que encontrarán lo que en el campo se les ha negado.

El desafío de la visión de esa nueva realidad es mostrar que el campo también puede y debe ser escenario de un futuro que no sea simple repetición, aunque sea mejorada, de lo vivido y padecido por generaciones de campesinos. Que estos pueden sin dejar de ser campesinos, engrosar las filas de una clase media rural eficiente, solidaria y políticamente movilizada necesaria para ponerle fin a un mundo rural desequilibrado en lo económico, lo productivo, lo social. Un mundo atrasado y conflictivo en el que pelechan posiciones premodernas tanto de izquierda como de derechas, nostálgicas de una ruralidad que afortunadamente ya no es pero que se resiste a desaparecer , y que no es exactamente, si les preguntaran, lo que quieren los campesinos colombianos.

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