Los infalibles

Juan David Ochoa
18 de octubre de 2013 - 09:18 p. m.

Cuando las fuertes tensiones, las que preceden a toda contienda electoral plagada de traiciones y complots, parecieran revelar una prudencia contenida en el bastión del uribismo, la casta del partido demostró los filos de sus métodos, las nuevas intenciones de su militancia, las dentelladas de su fanatismo.

Ya era grotesca la rapiña en que gemían los discípulos del dios que ahora aspira a la curul del Senado para la retoma de la omnipotencia, y lo grotesco progresaba sobre el mismo listado de sus elegidos que aprovechaban el brillo de los reflectores para denigrarse. Ahora es el mismo personaje cómico de siempre, Francisco Santos, quien amenaza a su patrón con renunciar a las toldas de su ideal si el mecanismo de elección para la próxima candidatura presidencial se modifica. Sospecha que su ineptitud será arrasada por la astucia de Holmes o Zuluaga. Y sospecha, también, que sin la unción directa de su viejo protector se asfixiará en las espirales del tiempo. Pero se niega a aceptar las directrices; el uribismo lo formó en el misticismo de las verdades eternas, en la sagrada infalibilidad. Por eso se niega a creer en su fracaso contundente y apela al berrinche de la incompetencia.

Hasta ese instante todo era habitual y predecible; el esperado y común canibalismo de las obsesiones del poder en el país en que la aspiración más honda es ocupar el trono de Nariño. Nada era alarmante: el mismo batiburrillo, el mismo espectáculo de los escándalos estallados justo en las vísperas del voto, el mismo desfile de injurias interpartidistas, el mismo cobro de favores antiguos.

Pero estalló, al fin, lo inverosímil. La aclaración de la sentencia de Gabo en que define a Colombia como el único país que supera a la ficción. Una vez más, se cumple: Álvaro Uribe pide la apertura de un proyecto para declarar la libertad condicionada a todo militar aprisionado en líos judiciales con el único argumento fantástico de custodiar la honra de las tropas, para que nadie los rebaje a los suburbios judiciales a los que se enfrentan las oscuras Farc o la trivial delincuencia. Era esa la carta que el caudillo de la guerra quería revelar justo en los truenos de toda la tensión para exponer su casta, la nulidad de sus escrúpulos en la imponencia de su ya famosa idea mística y mesiánica de los poderes, que en ocho años de autoritarismo terminó extinguiendo los pilares del Estado.

Su delirio, que parecía diluirse en las orillas del mando, sigue ascendiendo. Ahora pide nimbos sobre los fusiles y la dignidad por decreto de los generales enlodados en procesos sórdidos para que nunca se deshonre la gloria de la autoridad, para que nadie sospeche que el carácter del poder puede fallar o derrumbarse. Siempre ha sido esa la mecánica de los sociópatas.

 

*Juan David Ochoa

 

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