Los nuevos templos

Piedad Bonnett
02 de febrero de 2013 - 11:00 p. m.

La proliferación de centros comerciales pareciera una tendencia irreversible.

En sólo Bogotá hay más de 40, en el resto del país 206 y se anuncia que habrá inversiones futuras por US$2.233 millones, bien sea para ampliar o remodelar los ya existentes o para abrir otros, cerca de un centenar. A qué se debe este auge de los centros comerciales, de qué son indicio y cómo cambian la interacción social del ciudadano, creo que es algo que vale la pena preguntarnos.

Según los expertos, los centros comerciales surgen en la medida en que hay desvalorización del centro de las ciudades y una pérdida de funciones de los sitios que en otras épocas convocaban allí a la ciudadanía: la plaza pública, los grandes teatros y las instancias gubernamentales que se desplazan hacia lugares que se suponen más convenientes. Y también porque al extenderse las ciudades y al ser los sistemas de transporte deficientes, es lógico que el ciudadano busque desplazamientos cortos y comercio que esté relativamente cerca. Pero, sobre todo, como consecuencia de la inseguridad. En ciudades más seguras que las nuestras y con centros monumentales llenos de significación, como París o Berlín, el grueso del comercio está en las calles, y casi todos los centros comerciales se encuentra ubicados en la periferia. “Descuidamos tanto la calle que la simulación de la calle triunfa”, me dice el arquitecto Maurix Suárez, experto en el tema. Y dice bien: porque el centro comercial es finalmente escenografía, ciudad ficticia que replica modelos de vida de las élites y crea una ilusión de interacción ciudadana que en realidad no existe. Todo allí es impersonal. Lo contrario al vecindario, al barrio, lugares que en sociedades sanas propician el encuentro, el diálogo y la solidaridad.

En Colombia, extrañamente, el centro comercial da estatus. Allí se va no solamente a ver y ser visto, sino a exhibir lo que exige el capitalismo rampante: capacidad de compra. Aunque ésta también sea puro simulacro. Con matices interesantes, que no podemos desconocer: además de la homogeneización que en ellos se ve, producto de la globalización, el centro comercial pareciera ser un espacio democrático, que pone todo al alcance de todos. Otra ficción.

Una sociedad con miedo se apertrecha. Sus élites se encierran: en el club, en el conjunto cerrado, en el edificio con un guarda en la puerta. Y el centro comercial es, finalmente, eso: un lugar privado que simula ser público —recordemos que se reservan el derecho de admisión— donde, como le oí a un amigo, dejamos de ser ciudadanos para ser clientes, reales o en potencia. No quiero que se me malinterprete: los centros comerciales tienen todo el derecho a existir. Pero es triste ver cómo se instaura una cultura del manejo del tiempo de ocio y diversión que hace que las familias, los adolescentes, prefieran al parque, la plaza o la calle que bulle con sus realidades complejas, estos lugares que venden la idea de que consumir es la forma por excelencia de ser feliz.

 

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