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A los ojos

Ana María Cano Posada
03 de octubre de 2008 - 02:31 a. m.

TIENE QUE SER UN HECHO ABOMInable para haber logrado remontar la insensibilidad producida por la costumbre de que a una atrocidad siga otra peor, y haber creado una indignación.

Esa conmoción nacional de desconcierto la produjo el crimen de Luis Santiago Lozano. Las manifestaciones que se hicieron para pedir justicia, en Chía y en otras ciudades con la desazón que produce saber que un papá puede ser el asesino del hijo, fueron acompañadas por medios de comunicación que no sabían qué decir frente al hecho escabroso. Les pidieron a psicólogos que explicaran el comportamiento y entregaron a predicadores religiosos para que dieran su consuelo de ángeles y cielos al afligimiento general. Con las estadísticas de Medicina Legal, según las cuales han sido asesinados 520 niños en Colombia entre enero y agosto de 2008 y de ellos 13 no tenían ni siquiera un año, ¿por qué si es tan frecuente la muerte brutal de niños, este caso logra producir tal revuelo nacional?

Es cierto que lo que pasó tiene ingredientes de crueldad que pudieron revolver el hastío y convertirlo en indignación. Sale a flote la sensiblería con la que los medios quieren dejar en claro su repudio, con una culpabilidad que quieren expresar de manera superficial sin conducir a un análisis. Qué tantos otros horrores habrá detrás de los 23.871 casos de maltrato infantil denunciados en los primeros cuatro meses del 2008, y de los 520 crímenes mencionados, que producen esta pesadumbre ante el riesgo que corren 18 millones de niños que habitan en Colombia.

Es la oscuridad de la historia ocurrida con Luis Santiago y su indefensión la que produjeron la reacción. Cada día los elementos nuevos de la historia son más sórdidos. El hecho ocurrió en Chía a este niño de un año al que su papá hizo desaparecer pagándole a una mujer para que lo sacara de la casa, arrebatándoselo a la mamá en un operativo desmesurado de capuchas, forcejeo y rapto que desembocó en el estrangulamiento y abandono de su cuerpo en una bolsa, en un cerro deshabitado. El móvil del crimen parecía el de abolir la responsabilidad de mantenerlo. Este grave delito lo produjeron al menos otras dos personas (la encargada de la desaparición y quien entró a la casa del niño) que no tienen reato para sofocar un ser en esta condición. Pero había sido notoria la desfachatez del papá, autor del crimen, que sabiéndolo ya perpetrado, se sumó a los vecinos de Chía para pedir el rescate y así apareció en pantalla. La captura de este hombre, la mujer que es su cómplice y del secuestrador, unidos al hallazgo rápido del cuerpo del niño torturado en el descampado, son las evidencias para que la indignación por este hecho tenga consecuencias proporcionales. Piden ahora una cadena perpetua para ellos. Al indagar antecedentes del papá se configura su trayectoria de maltrato a las mujeres con las que ha estado, como autor de paternidades no reconocidas y posibles crímenes aún no esclarecidos.

La reacción de la gente y la de los medios, a través de una televisión que quiere hacer campañas para producir movilizaciones masivas; la de los grupos de Facebook que quieren cabalgar sobre los acontecimientos, obedece al mismo automatismo. Hacer algo inmediato ante el estado de desazón de reconocer que parece muy intrínseco de este país estar consagrado como peligroso para sus niños. Aunque la capacidad reflexiva sea lenta y exija una puesta en palabras que debe pasar por la ciencia o por la literatura, es una lástima que circunstancias de acoso ético como la que sintió la mayoría ante este hecho, no pueda ser aprovechada para descubrir ese germen autodestructivo que hay en esta confabulación contra los niños. Para mirar a los ojos a aquel que no soporta al otro y que albergamos dentro.

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