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Lugares comunes

Catalina Ruiz-Navarro
05 de septiembre de 2012 - 10:48 p. m.

Desde pequeños en el colegio nos pusieron a pedir masivamente “por la paz de Colombia” y los 20 de julio eran infaltables las banderitas blancas, entre las tricolores hechas en témpera, y las siluetas y dibujos de palomas que aparecían en todas partes como un omnipresente papel de colgadura. Pedimos con urgencia por la paz de Colombia, aun desde antes de saber qué significaba eso.

Hablar de “paz” es parte estructural del discurso de cualquier colombiano, el lugar más común de los lugares comunes, un abstracto difícil de entender pero directamente conectado a nuestras emociones; un ardid que muchos políticos han usado como zanahoria para que aceptemos el garrote. A mí también me brillan los ojos al saber que se avecina un proceso de negociaciones, pero somos muchas las generaciones de colombianos que hemos crecido en esa dicotomía paz-violencia, en medio de discursos radicales y acciones más radicales aún, y entre tantos contrastes es difícil aterrizar en la práctica esa ilusión que se ha vuelto endémica.

La paz no es un desfile de gente con camiseta blanca que pide el exterminio de “los violentos” porque “los buenos somos más”. La guerra en Colombia empezó justamente con ese tipo de exclusiones, con divisiones entre dos bandos cuyas diferencias en el discurso llegan hasta la caricatura, pero que en la vida real son prácticamente intangibles pues terminan en muerte y los muertos se parecen todos. La paz no es el perfecto consenso ni el control extremo, no es la sensación de seguridad ni la inversión extranjera. Tampoco es un acuerdo firmado en el extranjero por unos cuantos. Una paz real será vulgar y modesta, sin redobles de tambor ni sonrisas relucientes. De hecho, es probable que sonrisas haya pocas, pues el disenso pacífico implica aceptar con tolerancia posturas incómodas y desagradables, y un esfuerzo personal de cada ciudadano por hacer más flexibles e inclusivos sus acciones y su discurso.

Mientras se dan las negociaciones, a la sociedad civil le queda la importante tarea de revisar paso a paso esos lugares comunes con los que hemos crecido y que se han desdibujado hasta no tener una forma precisa, pues entender los símbolos y matices de eso que llamamos “paz” es un ejercicio necesario para que esa palabra vuelva a significar algo. Los ciudadanos no estamos para mirar expectantes cómo unos diálogos, que seguro estarán atravesados por agendas y egos, deciden el futuro de Colombia. El proceso en realidad es íntimo, personal y cercano, es un debate diario que debe sentar las bases para que la paz no sea algo tan abstracto e insustancial sino tangible, cotidiano verdadero.

@Catalinapordios

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