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Macho reproductor

Fernando Araújo Vélez
16 de marzo de 2014 - 03:00 a. m.

Fue por vanidad, así le hubiera dicho al mundo una y mil veces que era por el bien de ella y por el del bebé, por el del posible bebé.

Fue por vanidad, por su vanidad de macho reproductor raza pura, porque no podía soportar que en el futuro alguien lo señalara como el abuelo o el lejano ancestro de un niño-hombre distinto. Ya lo había experimentado, y nadie, pensaba, podría siquiera imaginar sus padecimientos. Los había vivido durante más de 20 años con su propia hija, tal vez porque jamás terminó de aprender que sus diferencias no la hacían peor ni mejor, y menos, que en realidad no había nadie superior o inferior. A él lo habían educado dentro de la competencia, dentro de ser el mejor, dentro del ganar o perder, como a todos, y la sociedad repetía ese mismo bombardeo todos los días y a todas horas.

Cuando nació su hija se encomendó a todos los santos y dioses para que el tiempo “hiciera el milagro”. Así decía, “el milagro”. Sin embargo, el tiempo evidenció que las diferencias de Aurora eran cada vez mayores. Ella vivía su vida, en su mundo, con sus silencios y gritos, con su ternura, con una inteligencia que pocos podían ver, con un sentido de la lógica perfecto que los demás no entendían, y con reacciones que parecían decir “esta soy yo, ustedes son ustedes”. Se comunicaba con los incomunicados, pero nada de eso lo sabía ver su padre. O no lo quería ver. O nunca lo quiso ver, inmerso en la tiranía del “qué dirán”, de la calificación, de la crítica, del señalamiento. De la vanidad.

La quería, e incluso quizás la amaba, pero sólo era capaz de expresárselo a solas. En la calle y frente a los otros la trataba casi con frialdad para, decía, enseñarle que era igual a los demás. No lo era. Él y ella lo sabían. Todos lo sabíamos y nos congraciábamos por ello, porque sus diferencias nos enseñaron más que nuestras similitudes, y sus silencios, más que nuestras noticias, rumores, gritos y posturas. Nunca se lo dijimos. Ni a él ni a ella. Creímos, como suele ocurrir, que era tan lógico, que lo sabían, y fue tal vez por no saberlo que don Aurelio se dejó llevar por la vanidad y le pidió a un médico amigo que le recetara a su hija pastillas para no tener hijos.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

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