Mario Vargas Llosa es un gran escritor, tanto que se hizo merecedor al Premio Nobel de Literatura hace dos años. Pero, además, es un gran ensayista. Basta recordar la Historia de un deicidio, cuando eran felices y amigos con García Márquez; La orgía perfecta, sobre Flaubert y Madame Bovary; La tentación de lo imposible, sobre Víctor Hugo y Los miserables, entre otros. No sé a qué horas le queda tanto tiempo para producir un libro cada año, leer, viajar y hacer quincenalmente una columna periodística.
La señora Podestá era de la alta sociedad peruana que quiso relatar en su “obra” sus viajes por el África y que, según ha revelado ahora el diario El País de Madrid, acudía todos los viernes a donde vivía Vargas Llosa con su mujer a comprobar el trabajo y darle el estipendio correspondiente.
El Nobel peruano no se ha curado de trabajar intensamente —ha elaborado más de 30 obras— y sigue produciendo una cada año. Pero esa intensa labor lo ha llevado a obras tan buenas como su primera novela, y otras como La Casa Verde, La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo, así como novelitas que si bien están bien escritas y fáciles de leer, no son dignas de su prestigio, como Travesuras de la niña mala y la más reciente, El héroe discreto.
Habría sido mejor que esas obritas hubieran aparecido firmadas por su patrocinadora de los años cincuenta, para que su gloria siguiera intacta.