Mandela y la (no) violencia

Arlene B. Tickner
10 de diciembre de 2013 - 09:48 p. m.

Mientras que el bautismo político de la generación de mis padres tuvo origen en John F. Kennedy y Martin Luther King, el mío se vincula primordialmente a Nelson Mandela.

 En 1984, siendo yo universitaria, el aumento en la brutalidad del régimen del apartheid dio lugar al Movimiento Liberar a Sudáfrica, consistente en diversas expresiones de protesta y desobediencia civil para que Estados Unidos adoptara medidas de sanción más fuertes frente al gobierno sudafricano. Los estudiantes ejercieron presión para que sus respectivas universidades desinvirtieran en aquellas compañías con negocios en Sudáfrica.

En el caso de la mía, ubicada en un pueblo pequeño de Vermont, y por ello alejada del mundo (no había internet), la campaña consistió en construir un muro que simbolizara la segregación racial en la mitad del campus, ocupaciones pacíficas de las oficinas administrativas y el uso diario de cintas rojas, que los profesores terminaron portando. Aunque en retrospectiva, y sobre todo desde donde me hallo ahora –Colombia–, parecen gestos ingenuos e insignificantes; quisiera pensar que la sumatoria de pequeñas oposiciones como estas llevó no solo al retiro de las inversiones estadounidenses en Sudáfrica sino a la adopción de legislación formal en contra del apartheid.

El ostracismo político y económico internacional en el que cayó el régimen fue tan solo uno de los factores que precipitó el fin de este oprobioso sistema. El otro fue la movilización interna en su contra, y en especial, el uso de la violencia por parte del Congreso Nacional Africano (CNA). En su gira por los Estados Unidos en 1990, tan solo seis meses después de salir de la prisión, Mandela –anticipándose a las fantasías de Occidente de que fuera más parecido a King que a Malcolm X, y menos amigo de personajes como Castro y Arafat– afirmó que “la no-violencia es una buena política, cuando las condiciones la permiten”. Tal vez pretendía explicar por qué en 1960, después de la masacre de Sharpeville –murieron 69 manifestantes negros desarmados–, vio que la lucha armada era inevitable y tomó la decisión de crear Umkhonto we Sizwe (MK), el brazo militar del CNA.

Más allá de si la violencia política es justificable o no y en qué circunstancias, es importante recordar que la defendida por Mandela fue producto de un contexto de brutalidad y violencia estructural (racista y clasista) que hizo imposible la protesta pacífica. Algo no muy distinto a lo que ocurrió en América Latina durante la misma época. Empero, al tiempo que el MK –del que el actual presidente, Jacob Zuma, también fue comandante– avalaba la violencia como táctica para sabotear la infraestructura y la economía nacional, tenía como regla general la minimización del daño a las personas.

Higienizar la imagen de Nelson Mandela es desconocer que sin el líder revolucionario y violento no existiría el pacificador y conciliador, ya que ambos son parte de un mismo proceso. Junto con los valores de civilidad, reconciliación, perdón y pacifismo con los que algunos pretenden escribir la memoria de Mandela, no menos (y hasta más) importante fue su lucha, tristemente inacabada, por hacer de la protesta no violenta algo legítimo y posible.

 

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