Más débiles, más pequeñas, menos inteligentes

Piedad Bonnett
12 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

El jueves se estrenó La mujer del animal, una película de Víctor Gaviria basada en una historia de secuestro y maltrato de una jovencita por parte de un matón de barrio, acaecida hace unas décadas en Medellín, atrocidad que duró siete años sin que vecinos y familiares la denunciaran, por físico miedo. Como complemento de la película se hizo un documental en la barriada miserable donde fue filmada la cinta, tan estremecedor como la misma película, que recoge dolorosos y descarnados testimonios de violencia, no sólo de la protagonista del hecho —ya una mujer mayor— sino de cantidades de víctimas de abuso sexual y físico que viven en el lugar. El horror de estos testimonios resulta casi insoportable. Jóvenes que cuentan cómo las pandillas amenazaron a sus madres para que las mantuvieran vírgenes hasta cuando fueron entregadas para que las desfloraran; niños cuyas voces en off narran violaciones a ellos mismos o a amiguitas que terminaron asesinadas; relatos de mujeres que durante años fueron violadas por un tío o un vecino, o golpeadas por sus compañeros sentimentales. “¡Me daba unas pelas!”, dice una de ellas, abrumada por el recuerdo de la afrenta; testimonios brutales de hombres que reconocen su violencia con una sonrisa burlona en los labios. Todo esto en un escenario de la peor pobreza, en medio de las lomas polvorientas desde las cuales se ve la muy innovadora Medellín.

Una de las cosas que más impacta en el documental es la forma en que víctimas y testigos hablan de los hechos como inevitables. Por una parte, por supuesto, obra la intimidación frente a la violencia física. Por otra, la conciencia de la ausencia del Estado. Pero también encontramos, para decirlo con palabras de Bourdieu, “la asimilación como natural, por parte del dominado, de la relación de dominación”, y la aceptación de la violencia física y psicológica como un destino.

Pero no se crea que esta naturalización del dominio masculino con violencia incluida sólo se da en las colinas miserables. Existe en todos los estratos sociales, muchas veces acompañado de violencia soterrada; el dominador no necesariamente golpea, pero, apoyado en la idea de que la autoridad masculina no se controvierte, cela, extorsiona a través del manejo del dinero, manipula a los hijos, censura la forma de vestirse, dice a qué hora llegar, a quién ver, etc. Y en las instituciones invisibiliza a la mujer que argumenta, o apela a la broma machista y al gesto paternalista como estrategia de descalificación. Afortunadamente muchas mujeres han cobrado conciencia de sus derechos y dan batallas cotidianas para hacerlos respetar. Sin embargo, la idea de que somos inferiores sigue funcionando, consciente o inconscientemente, en el cerebro de los hombres. “Por supuesto que las mujeres deben ganar menos que los hombres, porque son más débiles, más pequeñas, menos inteligentes”, acaba de decir el eurodiputado Korwin-Mikke, tal vez animado por los aires discriminatorios que ha inflamado Donald Trump, quien ha dado pista a todos los que no se atrevían a confesar públicamente su desprecio por los inmigrantes, los negros, las mujeres, los homosexuales, y que hoy lo gritan a los cuatro vientos.

 

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