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Más normas, ¿más corrupción?

Carlos Fernando Galán
14 de septiembre de 2013 - 11:00 p. m.

APOSUCRE, LA EMPRESA VINCULADA a Enilce López, alias La Gata, perdió el negocio del chance en el departamento de Sucre porque no presentó a tiempo una póliza de cumplimiento que se exige para este tipo de contratos.

¡Qué ironía! Después de todas las advertencias sustentadas del secretario de Transparencia de la Presidencia, Rafael Merchán, ignoradas por la Gobernación de Sucre, fue necesario acudir a una cuasi “leguleyada” para poder quitarle a esta delincuente un negocio que le ha permitido, durante años, construir y mantener un emporio criminal en buena parte de la costa Atlántica. Y es que la disculpa de muchos de los que le han entregado el negocio no ha sido otra que repetir hasta el cansancio que las empresas de La Gata cumplen con todo lo estipulado en las normas de contratación para esos procesos. “Nosotros hemos realizado este proceso (o vamos a realizarlo) con total apego a la ley de contratación”, dicen todos, como si esto fuera negociable.

Esas normas, al menos en teoría, han sido formuladas para evitar la discrecionalidad en la adjudicación de contratos estatales y, con ello, prevenir la corrupción en nuestro país. Para asegurarnos de que cada paso está regulado, cada decisión tiene una hoja de ruta y cada peso que se gasta pasa por unos “filtros” que lo protegen. Pero, paradójicamente, esto ha resultado en un marco jurídico de contratación y compras públicas extremadamente complejo que ha terminado por legitimar, sin darnos cuenta, una cantidad de casos de corrupción en los que se “siguió al pie de la letra la ley”. Todo esto tiene que ver con esa compulsión colombiana por hacerle una ley a cada problema y por crear un tipo penal para cada conducta indeseada.

Los ejemplos abundan: la adjudicación de la Fase 3 de Transmilenio, la malla vial o las licitaciones de basuras en Bogotá son sólo unos pocos. Resulta difícil olvidar la reacción del entonces alcalde Samuel Moreno ante la denuncia de que en Bogotá existía un cartel de la contratación: “¿Cómo pueden decir eso si todos esos contratos se adjudicaron con licitación pública?”. Pues en estos casos, tan complejos como cuestionados, la norma terminó llevándonos a una situación muy particular: los abogados se volvieron en Colombia más importantes que los ingenieros en la construcción de vías o más importantes que los operadores en el manejo de las basuras.

Y, como si fuera poco, esa política “normativa” contra la corrupción en la contratación termina afectando gravemente la eficiencia del Estado. Los funcionarios públicos (propiamente los llamados “ordenadores del gasto”) terminan presos de los trámites, autorizaciones, certificaciones, publicaciones, etc. Es decir, no sólo no ha sido eficaz la inflación normativa de contratación para prevenir la corrupción, sino que llegamos al absurdo de que lo importante es que el proceso licitatorio esté bien hecho y cumpla los múltiples pasos que “estipula la norma”, mientras que el objetivo, el resultado, lo que se busca lograr con la ejecución de esos recursos para beneficiar a una población, termina pasando a un segundo plano.

Todo esto llevó a que este gobierno incluyera como uno de los ejes de la política anticorrupción, que pronto empezará a ser implementada, una apuesta por introducir en el modelo de contratación y compras públicas herramientas que permitan prevenir y detectar de verdad la corrupción. Para que esa apuesta se concrete tenemos que pensar, inevitablemente, en simplificar el modelo, hacerlo más claro y lograr que aumente la eficiencia del Estado, claro, con controles más eficaces. Es el camino que otros países han recorrido y les ha dado resultados. El caso de Sucre es una demostración más de que ese es el camino que debe seguir Colombia.

 

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