Masajes y estética femenina

Mauricio Rubio
24 de agosto de 2017 - 03:00 a. m.

Una autoridad mundial en temas de género destaca similitudes entre un centro de masajes para hombres y un salón de belleza.

Lulú vive en Austria y hace “masajes con final feliz”. Caleña, se fue a Aruba dejando marido e hijo por seguir a un ricachón que la mantuvo por varios años. “Es mejor ser amante amada que esposa engañada”. Viajó luego a Madrid pero tampoco se aguantó al nuevo parejo. Hoy tiene un local con varias habitaciones administrado por su hijo. Cuando le preguntan que dónde aprendió a ser masajista responde sonriendo que “con el final feliz, lo del masaje a nadie le importa”.

Maggie es una viuda cincuentona que vive en Londres y busca financiar el tratamiento médico que requiere su nieto. Tras varios intentos por conseguir trabajo lee un aviso de hostess required en un sex shop. Sin entender bien de qué se trata pide el empleo. Micky el propietario le recuerda que hostess es un eufemismo y le hace caer en cuenta que sus manos, tan suaves como el terciopelo, las tienen pocas mujeres y le permitirían ganarse la vida cómodamente. Ella rechaza la oferta pero vuelve a los pocos días. La infraestructura del servicio es simple: un orificio a 80 cm del suelo —el glory hole gay— en una pared que separa al cliente de una pequeña cabina desde donde la hostess atiende manual y anónimamente. Tras breves instrucciones de una joven asiática, Maggie tiene éxito inmediato, como había pronosticado Micky. Para consolidarse adopta un nombre artístico: Irina Palm. Ese es el título de la impecable película de Sam Garbarski que ilustra la versatilidad del mercado del sexo y confirma la aseveración de Lulú: con final feliz el masaje es lo de menos.

Paul Preciado, antes Beatriz, filósofo feminista, es un reconocido especialista en Teoría Queer con vocación experimental. En Testo Yonqui cuenta cómo, en paralelo a su entrenamiento en virilidad, investigó rituales femeninos. Experimentó con los dos extremos: la masculinización intencional y los cuidados del cuerpo. Describe su estadía en un centro de talasoterapia. “Por primera vez en mi vida me dejo hacer un manicure… Una joven me acoge… De pronto me angustio. Mi cultura de lesbiana radical me previene contra esta forma de hedonismo… Otra joven viene a buscarme… Me conduce a una habitación separada y ya soy incapaz de decir cualquier cosa… Me pide que le dé mis manos. Me toca primero los dedos. Después desliza sus palmas bajo las mías hasta que roza mis puños. Toma mis manos y las levanta a la altura de sus ojos. Me siento expuesta, desnuda. Coloca mi mano derecha en un pequeño recipiente con crema tibia y luego lima las uñas una por una. Saca mi mano de la crema y la coge entre las suyas. La acaricia, masajea cada dedo, sube hasta el puño y luego amasa el antebrazo con el resto de la crema. La experiencia es completamente lesbiana. Todas las mujeres que leen Vogue sentadas en la sala de espera saben muy bien a lo que vienen. Ahora las veo de otra manera. Son agentes enmascaradas de una brigada secreta consagrada al placer femenino. La joven suelta mi mano derecha… Masajea la izquierda, entrelaza sus dedos con los míos, luego pellizca las puntas… Comprendo entonces lo que debe sentir un tipo cuando va a un salón de masajes y paga para que una joven lo masturbe. La diferencia es nominal: ellos llaman eso sexo y las mujeres lo llaman estética”.

La conclusión de Preciado es que en la cultura patriarcal las damas de las clases favorecidas suelen pagar servicios sensuales prestados por otras mujeres, pero con una condición: “excluir escrupulosamente la producción de placer sexual”. Por el contrario, “cuando las mujeres se ocupan de los hombres, cualquier cuidado es potencialmente sexual”. Es posible, remata, que “el número de mujeres que se hacen hacer un manicure sea comparable al de hombres que van a un salón de masajes para hacerse tocar el pene”.

Lulú siempre está pendiente de nuevas oportunidades de negocios. Cuando vea Irina Palm, seguramente buscará expandir su oferta de servicios, con una variante que le ahorre espacio y camillas, eliminando cualquier vestigio de masaje corporal. Pero si le da por aventurar en la frontera erótica del salón de belleza femenino sugerida por Paul Preciado tendrá que sofisticar la tecnología y entrenar cuidadosamente a su personal: ya no le bastarán aficionadas como Maggie para proponer final feliz.

Quienes se obsesionan por salvar a la humanidad de la explotación sexual tienen una larga tarea, y una amplia gama de oficios para perseguir y multar a la clientela; hay que proteger a mujeres que, pobrecitas, no saben lo que les conviene hacer con sus manos.

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