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Matrimonio y familia

Héctor Abad Faciolince
20 de abril de 2013 - 11:00 p. m.

Una de las pocas cosas buenas que tiene envejecer es que uno recuerda batallas de otros tiempos, peleas furiosas —y no siempre perdidas— contra la insensatez.

Personas como este abominable procurador que nos gastamos, y su mano derecha, la muy dañina lobbysta Ilva Myriam Hoyos, tronaban hace 30 años contra el divorcio. La batalla por el divorcio legal fue una lucha de años, pero según el catolicismo fanático de aquella época, si en Colombia se legalizaba el divorcio (que estaba absolutamente prohibido, los separados tenían que ir a casarse a Panamá, si querían legalizar su unión), íbamos a acabar con la familia, con la sociedad, con las buenas costumbres. Hoy esas posiciones se ven ridículas, ya nadie se atreve a discutir siquiera que el divorcio sea un derecho para cualquiera que se case, pero en aquella época los fanáticos al estilo del cavernícola y la abominable tronaban con una furia similar a la que exhiben hoy contra el matrimonio gay.

Aclaro algo obvio: el divorcio no se les impuso a los católicos practicantes (así como nadie los va a obligar a que casen por la iglesia a los homosexuales). De hecho ellos todavía tienen que someterse al procedimiento hipócrita de la nulidad, si quieren volver a tener una ceremonia religiosa: dos se casan, viven juntos durante decenios, tienen hijos, los crían y los educan, y cuando al final la pareja ya no se entiende, o se odia, para quedar en paz con la religión, entonces (después de gastarse un capital en abogados) declaran que ese matrimonio fue nulo, que nunca existió. Y semejante hipocresía no solo se practica, sino que se la creen. Sepan en todo caso los lectores más jóvenes que para que ellos hoy se puedan divorciar de común acuerdo en una notaría, y en cinco minutos, hubo que dar batallas, hubo que gritar para hacerse oír, hubo que esgrimir argumentos mejores que los de nuestros contrincantes.

Podría enumerar muchas otras batallas que dio la razón contra el oscurantismo y la sinrazón. Doy unos pocos ejemplos: que comprar píldoras anticonceptivas y condones en las farmacias fuera legal y no un acto vergonzoso; que no lapidaran como pecadoras a las mujeres que se ponían un dispositivo intrauterino para no quedar embarazadas; que dejaran casar sin escándalo a personas de distintas religiones, o a ateos con creyentes; que enterraran en cementerios normales a las personas que se suicidaban, y que al menos les hicieran ceremonias fúnebres por compasión con sus familias. Porque es esto lo que nunca han tenido estos trogloditas que se dicen buenos, estos que se dicen defensores de las tradiciones sanas, de la familia y de la moral: lo que no han tenido nunca es compasión, empatía con sus semejantes, la comprensión elemental de que todos somos distintos, y en cierto sentido hermanos, así a veces no aguantemos más un matrimonio, así tengamos ganas de tirarnos de una azotea o no tengamos ganas de tener más hijos, o así nos atraigan los que tienen genitales parecidos a los nuestros.

Ahora la lucha es distinta. Luchamos porque se venda libremente el misoprostol, sin receta, pues es una droga que evita los peligros médicos y los traumas psicológicos del aborto (en una sociedad que tiene tipos como este bárbaro y su asistente que ven a las mujeres que abortan como asesinas). Luchamos porque los homosexuales o los transexuales, si quieren, se puedan casar. Y también esto se logrará, como dijo en el Congreso Martha Lucía Cuéllar de San Juan (madre de un gay discriminado porque no se pudo casar con su pareja), y como lo ha dicho el senador Benedetti, con el Congreso o sin el Congreso, porque afortunadamente, en los últimos decenios, hemos tenido una Corte Constitucional digna y adelantada a los tiempos, sin la mojitagería de nuestros legisladores. Con ley o sin ley, con la sentencia de la Corte en la mano, los notarios empezarán muy pronto a casar a los gays. Y dentro de otros 30 años esto nos parecerá tan normal y natural como el divorcio. Menos mal.

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