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Meditación navideña

Carolina Sanín
19 de diciembre de 2009 - 02:07 a. m.

EN LUGAR DE DAR PASO A UN DEBAte acerca de la autoridad de la mujer sobre su propio cuerpo, la petición del Procurador de retirar del mercado la píldora del día después ha suscitado un pulso entre la autoridad lingüística de la Iglesia y la autoridad lingüística de la ciencia.

Los eclesiásticos dicen que la píldora es abortiva pues puede interferir con la implantación en el útero de un óvulo fecundado, y los seguidores de la ciencia replican que, para la convención médica, el embarazo empieza con esa implantación. Como es evidente, la falta de concierto entre las definiciones de “gestación” y “embarazo” promete que la polémica será estéril en el campo de la ética, aunque no lo sea en la semántica.

Esta vez es especialmente interesante el hecho de que la discusión se centre en una palabra, pues la acción de la píldora del día después cae precisamente en el ámbito de lo innombrable. A diferencia de la mujer que menstrua y de la que recurre a un procedimiento inequívocamente abortivo, la que consume la píldora susodicha no sabe si la sangre que expulsa a continuación contiene un óvulo fecundado o uno sin fecundar. Su situación escapa a la claridad científica, a la luz de la ley y a la determinación del lenguaje. Ella no ha ni abortado ni no abortado. No puede nombrar lo que ha decidido hacer. Y sin embargo, lo ha podido hacer.

El peculiar carácter de la píldora del día después —guardiana de un secreto y productora de una consecuencia indeterminada— invita a reflexionar sobre las relaciones entre “lo innombrable”, la libertad sexual de las mujeres y los misterios de la concepción. Es posible que lo que subyace a la resistencia al reconocimiento de los derechos reproductivos de las mujeres sea, precisamente, el temor a que una mujer se encuentre en la tesitura de no saber dar un nombre; más concretamente, el temor de un hombre a no saber cómo se llama.

El intento de la ley y la religión por ejercer control sobre el útero traduce el afán de resolver la gran paradoja del patriarcado: la identidad registrable y hereditariamente transmisible de cada hombre, su apellido, está sujeta a la manera como las mujeres administren su libertad sexual. En principio, los hombres no pueden saber si son hijos de quienes ellas les dicen que son hijos, e ignoran el nombre verdadero de su sangre. Para llamarse con certeza y asumir que son padres de los niños que, según se les dice, ellos han engendrado, los hombres se ven obligados a creer, antes que en la ciencia, la ley o la religión, en las palabras de las mujeres. Somos, en esa medida, las únicas que saben “quiénes son” ellos.

Con los exámenes de ADN, la ciencia proporciona un alivio para esta dura realidad de la naturaleza. La Iglesia, por su parte, lo hace cada año con la celebración de la Navidad. La historia de la maternidad de una virgen invita al creyente a concebir una concepción sin la sombra de una duda. A través de la fantasía de la eliminación absoluta de la paternidad y de la anulación de la sexualidad femenina, el fiel puede confiar en que es quien se dice que es, a imagen de su dios. Como muestra de las concepciones peregrinas de una mujer, reciba el lector estos saltos conceptuales, de aguinaldo.

 

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