Memoria del álbum de fotos

Beatriz Vanegas Athías
29 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.

Imagino que aún existen los álbumes tangibles que albergan fotografías. Esos libros gordos de hojas unidas por gigantescas argollas, separadas por las hojas de papel mantequilla. O rectangulares de hojas negras para resaltar la imagen. Recuerdo que algunos tenían una goma en sus páginas para fijar la fotografía y luego cubrirlas con hojas transparentes: entonces era imposible desprender una sola foto sin correr el riesgo de que se rasgara. Aquello era una estrategia para que la imagen no escapara del álbum y con ella se perdiera un fragmento de la historia familiar.

El álbum de fotos era (es) un tesoro familiar. Las familias adineradas tenían uno para cada hijo, las que poseían menos recursos se hacían a dos o tres y los convertían en una historia familiar narrada en espiral, pero viva y ardiente; historia sólo narrada a los vecinos y amigos cercanos que llegaban de visita. Porque no era costumbre ir por la vida contando las intimidades a cualquier desconocido.

El álbum de fotos permitía cambiar la semántica del verbo ver, porque imbuirse en él era todo un ritual narrativo, era revivir los orígenes, era reafirmar quién se era y de dónde se venía. Contar las mismas anécdotas ocurridas el día que se hizo esta o aquella toma; recrearlas con recuerdos implantados que permitían al protagonista de la foto reafirmarse como un ser que pertenece a algo, observar la evolución de los seres y de los espacios habitados porque cada toma goza de la autenticidad inalienable de no ser manipulada por el photoshop.

Cada imagen que poblaba la historia narrada en el álbum era única, en ocasiones, por físicas razones económicas: la película fotográfica a lo sumo proveía de 36 fotografías. Entonces había que hacer acuerdos tácitos sobre cuáles momentos serían los seleccionados para ser perpetuados, para no caer en el desasosiego de un momento sublime que no quedó plasmado.

El álbum de fotos entronizaba como fotógrafo a un familiar o al fotógrafo de profesión. No cualquiera estaba capacitado para oficiar como tal porque él era el guardián de la evolución física o del momento último de un miembro de la familia, de los compañeros de trabajo, de la gallada o del evento público que volvía la foto un documento histórico o artístico. Ser un fotógrafo era una gran responsabilidad, porque una vez impresa, toda imagen era valiosa e imprescindible para quien la requiriera. Se cuidaba de hacer la toma precisa porque no se podía desperdiciar la cantidad de fotos del rollo, más aún si era una película para 12 o 24 tomas. Hasta las fotos de carnet poblaban aquel mundo enrevesado de seres con historias particulares.

El álbum de fotografías: conciencia de las particulares historias que hacen la gran historia; ratificación del arraigo; preservación del tesoro de la intimidad. Un ritual al que habría que volver en estos tiempos de desatención y banalidad.

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