Memoria del Jueves Santo

Cristo García Tapia
13 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

Es Jueves Santo.

El cielo amanece nublado, las escobas madrugan a barrer los patios, tan antiguos como la soledad del Jueves Santo y el sol de las tres de la tarde.

Las ollas y los calderos hoy no duermen su habitual siesta del mediodía; hierven sobre la soledad de bindes venidos con las primeras piedras que se regaron por el mundo.

Sobre la superficie mojada y lisa de tierra, una cucurubá nos devuelve el tiempo en sinfonía de bolas de cristal atravesando el universo alucinante del número cien; los destellos inmarcesibles de una infancia que camina aún entre casitas de pepa y los reyes de la baraja prohibida de Tomás Flórez.

Los hombres mañanean a bañarse en los pozos de ceibas centenarias, a despojarse de su olor de hierbas y vituallas; a dejar un poco de su costra de soledades y penurias entre la fragancia espumosa de una jabón de tierra y cebo y las aguas matinales de los estaques veraneros de los pequeños fundos que circundan el pueblo.

En la penumbra de su cuarto de bahareque y caña brava, mamá oficia el mismo rito del agua lustral sobre la blancura de su cuerpo de treinta años, seis hijos, los ajetreos de la cocina y la asombrosa altivez de una pobreza a la que ha sobrevivido en su imperecedera dignidad.

Hoy es Jueves Santo.

Jueves en el que me despierto más temprano para verme venir por las calles polvorientas y apacibles de mi pueblo, entre los pasos sonoros de mis abarcas nuevas y el olor a dril supernaval y máquina de coser de mi padrino Aniano Canchila.

Todas las cocinas del vecindario huelen garapacho; a guiso de hicotea, tortillas de huevo criollo y plátano maduro; a arroz con coco y fríjol cuarentano, ensalada de anillos de cebolla, trocitos cuadriculados de remolacha y zanahoria y tiritas de verdeante repollo.

La primera que asomará con su cara y nariz de italiana y su sartal de platos de todos los olores y sabores será Luz María Marino, quien por ser la primera en levantarse en éste y todos los jueves santos de su vida, será también la primera en prodigar la generosidad elemental de su cocina a los vecinos de mi calle del alma.

Con Luz María Marino empieza ese intercambio de solidaridades apetitosas de la Semana Santa, después llegará Ana Josefa Muñoz con su sabor ancestral del Sinú, la tía Fermina con su monte de bagre, Andrea Manjarrez con sus dulces de Guacamayal, y la niña Elisa Martínez con su chicha de maíz cuba, pilada y cuajada por sus viejas manos de panadera.

A las doce del día la Semana Santa ya ha tomado posesión de sus dominios, de su brisa y sus colores.

Un color más parecido al amarillo encendido de los polvillos y almendros que al rojo sangre que sigue destilando del costillar de un Cristo traspasado por las lanzas injuriosas y crueles de los poderosos.

En el fondo del patio, entre los ciruelos un azulejo canta el regocijo de la fruta que madura en los patios de la infancia, mientras la tarde empieza a contarnos su historia de lluvias por boca de papá, su eterno retorno al tiempo que no cesa, el olor de sus gotas levantando vapores.

Al mismo acontecer y perecer y volver a ser, como si todo se hubiera hecho para repetirse incesantemente, desde el principio del mundo hasta su final en la eterna voracidad del tiempo; en su perpetua voluntad.

Sobre el cielo de la infancia vuelvo a posar mis ojos; a sentarme a la abundante mesa, a caminar con mis abarcas nuevas las calles de otro Jueves Santo, pascua florida de abril que evoca la silueta vespertina de papá desde sus manos curtidas de tierra y mansedumbre.

Desde la memoria de este Jueves Santo del que apenas quedan girones de otro jueves que fue, una calle que aún conserva su nombre, un patio que me arrulla con el trinar de pájaros de otra edad…

Y mi madre centenaria.

* Poeta.

@CristoGarciaTap

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