Memoria fulgurante

Gustavo Páez Escobar
12 de abril de 2013 - 11:00 p. m.

Carlos Enrique Ruiz, director de Aleph, me descubrió a Emma Reyes a través del reportaje que hizo a la pintora en Burdeos (Francia) y que fue publicado en su revista en septiembre de 1999. En julio de 2003, ella fallecía en Perigueux, a la edad de 84 años.

Emma Reyes salió de Colombia hacia los veinte años de edad y pocas veces volvió a la patria. Se fue como una perfecta anónima, marcada por el abandono y la miseria de su niñez y juventud, y en Francia se cubrió de gloria. Fue considerada la tutora de todos los artistas colombianos que hicieron carrera en París. A su huida de un convento de monjas a donde fue llevada junto con su hermana Helena, en el cual permanecieron durante quince años, se embarcó, acosada por la pobreza, en la aventura de ponerse a rodar por varios países suramericanos.

A esa edad era analfabeta e hija ilegítima. Había sufrido terribles penalidades al lado de su presunta madre, que la mantuvo encerrada en una pieza miserable del barrio San Cristóbal de Bogotá, y luego la trasladó a Guateque y Fusagasugá en similares condiciones, antes de llegar al asilo de monjas, donde poco le cambió la suerte. Dice que cuando huyó del convento se fue a buscar a su padre en demanda de ayuda, pero él se negó a reconocerla y apoyarla. Nunca reveló quién era esa persona, pero puede deducirse que era alguien importante.

Enfrentada al desamparo absoluto, se ganó la vida en humildes oficios, hasta arribar a Buenos Aires. Se casó, y en poco tiempo se separó. Tiempo después volvería a casarse, esta vez con el médico francés Jean Perromat, a quien conoció en un barco que zarpaba de Suramérica. Con él estableció una unión venturosa. Cuando Germán Arciniegas la conoció en París, ya era una pintora famosa. Su salto de criatura expósita a brillante pintora parece un cuento de hadas.

Arciniegas quedó asombrado ante la genialidad que ella mostraba, y se negaba a creer que de esa vida rastrera pudiera surgir un ser lleno de talento, imaginación, riqueza espiritual y semejante creatividad artística. Era una conversadora portentosa que mantenía encendida la chispa de la gracia y el don de la distinción, y que lejos de ocultar sus vivencias desastrosas, las exponía como un ejemplo de superación y de realización humana. Arciniegas le sugirió que contara por escrito lo que a él le decía en palabras, y Emma le reveló que no había tenido estudios escolares y carecía, por lo tanto, de dotes de escritora. Había aprendido las primeras letras, por su propio esfuerzo, después de los veinte años.

Entonces le pidió que, sin fijarse en reglas de ortografía y gramática, le enviara la primera carta narrándole el comienzo de sus desventuras. Después brotarían poco a poco los demás episodios. Así sucedió con las 23 cartas escritas entre 1969 y 1997, que conforman hoy la obra titulada Memoria por correspondencia, la cual va por la tercera edición y está considerada el mejor libro colombiano publicado en el 2012.

Narraciones rebosantes de candor, amenidad, ironía y exquisito talento descriptivo, donde su vida desdichada se dibuja con naturalidad y encanto, sin reflejar el menor signo de rencor o amargura. Esta lectura alucinante hace pensar en una mente privilegiada que por encima de los cánones corrientes fue capaz de plasmar una obra maestra. Lo mismo ocurrió con Las cenizas de Ángela del irlandés Frank McCourt, con la diferencia de que este era un profesor erudito.

Emma Reyes es un dechado del arte puro e innato, tanto en su pintura como en estas cartas de desconcertante belleza, convertidas en su obra póstuma, la cual hará meditar a los escritores de fama y a los editores mercantilistas que solo se fijan en los nombres ya consagrados. “Ella no pinta con aceite sino con lágrimas”, dijo Germán Arciniegas.

escritor@gustavopaezescobar.com

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