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México, Trump, inmigrantes

Santiago Gamboa
28 de junio de 2015 - 02:00 a. m.

Tal vez el disparate más grande de esta semana, dejando de lado la que podríamos bautizar “táctica Jara” para jugar al fútbol con métodos de la proctología, fueron las palabras de Donald Trump, quien, como saben, acusó a México de “enviar a Estados Unidos gente que trae drogas, delincuentes, violadores”, pretendiendo con eso ganar adeptos para su causa presidencial, lo que provocó una reacción enorme desde las cuatro esquinas del país e hizo que los latinoamericanos de EE.UU., e incluso todos los hispanos, llamen al boicot de sus empresas.

Pero mucho me temo que a pesar del escándalo y de las críticas y de que el canal Univisión le haya cancelado contratos, Donald Trump, que no es ningún tonto, se saldrá con la suya, y al final de la tarde, cuando se haga el conteo y se vea quién es quién, se verá que su táctica de provocar, como la del proctólogo Jara, dará buenos resultados. Y esto por dos cosas que me parecen claras. En primer lugar porque está teniendo una exposición en medios enorme, más que cualquier otro político, lo que le permite agitar la banderita y seguir con su grito de “Este país es nuestro y debe seguir siendo nuestro”, un argumento que nos parece aborrecible a liberales y progresistas, pero que le encanta a quienes, por las diferentes crisis, andan necesitados de alguna consigna que les restaure su maltrecha identidad; en segundo porque, nos guste o no, eso es lo que piensan muchos norteamericanos, y no sólo ellos, millones de personas en todo el mundo que ven como enemigos, delincuentes, portadores de males y aprovechadores a quienes llegan a instalarse a su país.
 
En Venezuela, sin ir más lejos, Maduro dijo hace poco algo muy parecido de los colombianos que viven desde hace años allá, y de los que siguen llegando, ¡el propio presidente! Si se trata de Europa hay que cambiar mexicanos por árabes o africanos, algo que la derecha repite constantemente porque es un argumento que funciona, y por eso cada vez que dicen un exabrupto contra musulmanes o negros, sea el partido de Le Pen o la Liga Norte italiana, se arma un revuelo en la prensa y decenas de columnistas se rasgan las vestiduras, pero a la hora del té siguen subiendo en las encuestas.
 
Y así en todo el mundo. Si se trata de Chile o Argentina no son los mexicanos sino los bolivianos. En Thailandia insultan a los birmanos y los acusan de todo lo habido y por haber. En Singapur o Australia acusan a los indios de la India y a los de Bangladesh. Si Colombia fuera un paraíso para alguien, una Arcadia de progreso y de paz, tendríamos inmigrantes económicos y por supuesto que la derecha usaría muy pronto los mismos argumentos xenófobos. Como no hay muchos insultan a los indígenas, como hizo nuestra prócer y nieta de presidente Paloma Valencia.
 
Porque el fervor de la identidad y de lo propio, sea por nación, clase, raza o religión, y el rechazo o desprecio y en ocasiones odio al que es diferente es una de las pulsiones más antiguas del ser humano. En las Cruzadas se mataba a lanza y espada a los que creían en otros dioses. El Islam radical siente que debe seguirlo haciendo. Ha sido siempre así.
 
Y como todo lo que tiene que ver con violencia, física o verbal, al final resulta ser un problema de educación y de cultura, algo en lo que, a todas luces, no anda muy sobrado nuestro multimillonario gringo y anti mexicano.

 

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