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Mike y Fátima

Felipe Zuleta Lleras
17 de agosto de 2013 - 09:00 p. m.

Tuve el privilegio de conocer al saliente embajador de Estados Unidos en Colombia, Peter Michael McKinley, y a su encantadora esposa, Fátima.

Nunca antes había tenido ningún tipo de relación con ningún otro embajador americano en Colombia. La verdad, el anterior, Brownsfield, me pareció más político que un buen embajador. Y recuerdo a otros que se metían en todo y opinaban sobre todo como locos, no siempre de manera constructiva.

Mike, como cariñosa y atrevidamente le decimos al embajador aquellos a quienes él y Fátima nos abrieron las puertas de su casa y de su corazón, supo meterse rápidamente en los asuntos del país, pero nunca con ánimo inquisidor o del control imperial. Y eso explica que se haya preocupado por temas sociales, por la paz, por el bienestar de los colombianos.

Y de su esposa se quedaría uno corto hablando. Se dedicó durante este corto paso por acá a toda clase de obras sociales. Desde los niños con sida hasta los abandonados del amparo de niños, pasando por toda clase de obras sociales. Ella personalmente conseguía desde un computador hasta 100 colchones, por solo mencionar algunas cosas que le vi hacer. Y no lo hacía sólo de puertas para afuera, pues en la residencia de la embajada estuvieron muchas veces los niños almorzando y hasta jugando fútbol con el embajador.

Mike y Fátima tienen un corazón como el de pocos seres humanos. Y, por supuesto, eso los hizo bajarse del pedestal para entrar de lleno con la realidad colombiana, como la de los niños enfermos, las mujeres abusadas, los pequeños con síndrome de Down. En fin.

Pero de Mike podemos decir que se le metió de lleno a sacar el TLC con su país. Mucho más de lo que la gente cree y de lo que nos quiso hacer creer nuestro entonces embajador en Washington, Gabriel Silva. Demócrata integral, estudioso de Latinoamérica, región sobre la que hizo su doctorado, el embajador marcó un punto muy alto para sus sucesores. Por supuesto que una columna como esta podría interpretarse como una lagartería, pues en un país cuya profesión es hablar mal de la gente, lo lógico es que no falta el resentido que diga que ando detrás de visa o algo así. Pues de una vez los prevengo ya que por mi condición de canadiense no la necesito, lo que me permite elogiar con afecto a la familia McKinley sin reparos ni mezquindades.

Y lo hago con cariño y agradecimiento, no porque ellos hayan sido generosos conmigo y con mi familia, sino que hablo por los miles de niños de varias fundaciones que se pudieron beneficiar de los actos generosos de este par de personas maravillosas y de sus hijos, quienes desde que llegaron a Colombia no dudaron en ayudar a sus padres en todas estas labores.

Salen ahora los embajadores para Afganistán, tal vez una de las embajadas más difíciles para un americano. Y estoy seguro de que allí, con todas sus restricciones, Mike y Fátima continuarán con sus labores sociales. Confieso que los voy a extrañar y mucho, como lo harán los niños a los que con tanto amor ayudaron. ¡Gracias, amigos!

 

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