Minería sí, pero no esa minería

Juan Manuel Ospina
30 de marzo de 2017 - 04:30 a. m.

La propiedad de la tierra y del subsuelo tiene un origen común, ambos son bienes de la Nación. Las tierras de la Nación, es decir los baldíos, las puede adjudicar/titular en propiedad a particulares. Mientras que  la propiedad de los recursos del subsuelo permanecen en cabeza de la Nación la cual puede concesionar  con un particular la explotación de su recurso -que no implica traslado de la propiedad-, el empresario minero es un socio de la Nación en ese emprendimiento y le entrega lo que le corresponde en forma de regalías.

Desde la Constitución del 91 hay un tercer actor presente en el escenario, las comunidades y sus territorios que  poco a poco  comienzan a asomar la cabeza mientras que los viejos actores, Estado y empresas, tratan de desconocerlo, sin  entender  que llegó para quedarse. Los acuerdos, las negociaciones han de ser tripartitas como condición necesaria para que  sean serias y  comprometan  de verdad a las partes, abriéndole el camino a procesos  incluyentes, responsables en términos ambientales y  económicamente eficientes en el uso de los recursos para  garantizar su sostenibilidad financiera.

El  escenario así conformado es uno de intereses y derechos confrontados, donde la solución no es, no puede ser que el derecho del uno, el de la Nación, apabulle al  del otro, ni que la comunidad bloquee  un proyecto que es de interés nacional. La  Constitución es clara en que la autonomía que le otorga a los entes territoriales para el manejo de sus asuntos propios, no implica que estos desconozcan la existencia de un orden superior, el nacional; no estamos en un sistema federal. El mandato constitucional, y de la sana lógica, es la  concurrencia del interés general, de la Nación, con el local de la comunidad. Esa es la tarea del gobierno en la que constantemente falla, creándose a situaciones con aire de callejón sin salida, como la generada el domingo en Cajamarca.

Un asunto  que se cocinó durante años en medio de mucho discurso, mucha amenaza de parte y parte, pero con total ausencia y conocimiento de  estudios fundamentados para entender la realidad, sus posibilidades y amenazas de manera objetiva y seria,  y enriquecer un debate amplio y documentado. Estudios y análisis que no pueden centrarse solo en la viabilidad técnica y económica del proyecto, único interés y propósito  de la empresa proponente.

 No hay ni minería ni megaobra, sea de hidroeléctricas, vías, manejo de aguas…, que no tenga impactos, que no transforme su entorno natural  y social. Irrumpe en el escenario local y lo modifica, para bien o para mal y por esto la comunidad, que debe contar con toda la información, pesa. Es deseable, eso si, que al momento de fijar su posición en la consulta, su voto sea un voto informado, como lo ha definido la Corte Constitucional y está en la base del  sentido y el alcance que tiene la participación ciudadana.

Consultas ciudadanas que se reduzcan a decir no al calor de argumentos cargados de una emocionalidad explicable pero que confunde, o asumidas por las empresas, con el beneplácito del Estado, como un simple formalismo o requisito de procedimiento para maquillar una decisión ya tomada, son ambas violatorias del espíritu de nuestro orden constitucional y sistema de gobierno. Le abren el camino a la arbitrariedad en el comportamiento de las partes a la par que se convierten en una traba  que condena al  país a no tener alternativa distinta a la de sumirse  en conflictos inacabables, ahora que tratamos de cerrar un capítulo violento y estéril de nuestra historia, o a pretender regresar a una premodernidad donde lo veredal y lo local sea nuestro escenario de vida, que se traduce en un no futuro como sociedad.

 

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