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¡Momificados!

Esteban Carlos Mejía
14 de junio de 2013 - 11:00 p. m.

Hace poco, por mera bibliomancia, llegó a mis manos un libro de esos que uno ha oído mentar a todo el mundo pero que jamás se afanó en conseguir.

 Hablo de Antología comentada del cuento antioqueño, publicada en 1986 por Mario Escobar Velásquez bajo su propio sello editorial, Thule. Reúne a 34 escritores, consagrados, irreverentes, tradicionales, con cuentos dispares, algunos insólitos, relevantes otros, una recopilación parecidísima a su autor.

Mario Escobar era algo tosco al hablar y su corpulencia también era ruda. Trabajó en una textilera y en su propia finca en Urabá hasta que en 1979, a los 51 años, ganó el Premio Vivencias, uno de los más renombrados de la época, con la novela Cuando pasa el ánima sola. Entonces se dedicó a escribir una catarata de obras, casi todas agridulces, casi todas emblemáticas: Un hombre llamado todero (1980), Marimonda (1985), Historias del bosque hondo (1989), Canto rodado (1991), Cucarachita nadie (1993), Historias de animales (1994). Su trabajo cumbre, para mi gusto, es Muy Caribe está (1999), escrito a los 71 años, espléndida e irrepetible novela histórica sobre la conquista española en el golfo de Urabá.

Algunos lo miraban por encima del hombro. Se burlaban de él porque no sabía inglés o porque vivía la escritura como un arte solitario y silencioso, más allá de la moda o el marketing. Les parecía demasiado rural o selvático. Lo ninguneaban. Su literatura era heroica, poco o nada idónea para las frivolidades postadolescentes de la internet, pensada y escrita para la reflexión y la trascendencia. Empecé a leer su Antología comentada no sin cierta prevención. Al cuarto cuento quedé atónito. “¡Estamos inmóviles en el tiempo, Dios mío!”, me escandalicé.

En Que pase el aserrador, 1914, de Jesús del Corral, brillan las virtudes más prestigiosas de la antioqueñidad: iniciativa, empuje, astucia, o sea, las mismas del avivato paisa de hoy. En Pecados y castigos, 1903, de Francisco de Paula Rendón, las mamás regañan a los niños como las de hoy. “¡Qué es eso, por los clavos de Cristo!”, “¡Dios mío, dadme paciencia!”, “Callen esa boca, si no quieren que los amase”, “Pablo, por Dios, dales duro a estos muchachos”. ¡Estáticos!

¡A la plata!, 1901, de Tomás Carrasquilla, narra con pudibundez las secuelas de “un nacimiento sin que los padres de la criatura hayan sido casados”, lo que hoy llamaríamos un embarazo adolescente. Como el recién nacido no es hijo del patrón sino de un “tuntuniento”, de “un muerto de hambre que no tiene un cristo en qué morir”, pues a la parturienta la cogen a leñazos. “¡Vagamunda!”, le grita el papá. Ahora le dirían “puta”, sin más adornos. Carne, 1923, de Efe Gómez, cuenta un asunto de celos. El protagonista, endeudado hasta el último centavo, decide escapar, pero antes va y le corta la cara a su novia para que nadie se enamore de ella. Hoy le echaría ácido. ¡Fosilizados! ¿Algún día nos libraremos del maleficio?

Rabito de paja: “No se justificaría que tuviéramos un Ejército sin utilidad social en la paz”: Alfonso López Pumarejo, 1935.

Rabillo: El general Alejandro Navas, comandante de las Fuerzas Militares, habló de un “traidor” en el caso de las coordenadas. ¿Por qué no aparece? ¿Quién manda en los cuarteles? ¿Uribe o Santos?

 

 

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