Moralidad reproductiva

Tatiana Acevedo Guerrero
23 de julio de 2017 - 03:27 a. m.

Tanto el presidente de la República como el ministro de Salud se opusieron a la Ley Sara, que incluiría los tratamientos de fertilidad en el plan de beneficios públicos de salud. El concepto ministerial dice que el proyecto es fiscalmente inviable debido a los posibles altos costos. En una columna al respecto, Claudia Palacios describe su indignación con la posibilidad de la mentada ley.

Palacios alerta sobre las posibles consecuencias de la democratización de este tipo de medicina. Se refiere a un fallo de la Corte en que se ordena la inseminación in vitro para una pareja que no puede costearla. La columnista pontifica: “Una mujer que no trabaja y su esposo, que gana el salario mínimo. ¡Qué cosa más irresponsable!”. Nos revela que con tal ingreso no podrán “sostener a sus hijos” y que “destinar recursos públicos para traer más niños pobres al mundo” es “una crueldad” y una “presión peligrosa” a un Estado débil. Y remata con dos ideas. La primera, que algunas mujeres pobres buscarán embarazarse “para que la pareja no las deje por otra”. La segunda, que ella “no habla de eugenesia”.

Líderes de opinión han calificado como innovadora la columna de Palacios. Pero ni la columna dice nada novedoso, ni es cierto que no hable de eugenesia. En una historia de reproducción estratificada, la maternidad se ha estructurado históricamente a través de fronteras económicas y sociales, de tal manera que algunas mujeres tienen más capacidad de realizar sus sueños reproductivos que otras. Estas fronteras han estado basadas, en ocasiones, en un pensamiento eugenésico. La eugenesia se basa en la hipótesis de que diferentes comportamientos son hereditarios y que, para evitar su transmisión a las generaciones futuras, es necesario identificar quién es “no apto”.

En 1883, el científico inglés Galton introdujo el término eugenesia y lo definió como “la ciencia de la mejora de las poblaciones mediante el apareamiento juicioso y mediante todo lo que tiende a privilegiar las variedades de sangre más apropiadas”. El movimiento eugenésico administró las distintas ansiedades sobre progreso, éxito económico y, en un contexto de colonialismo, de racismo. En cada contexto nacional tales ansiedades estaban arraigadas en la propia experiencia cultural e histórica. En su trabajo sobre esterilizaciones forzadas, la investigadora Natalia Acevedo Guerrero explica cómo el definir quién y qué era normal se utilizó para medir el progreso de la sociedad y, así, el concepto de normalidad se convirtió en “un principio organizador central” para la sociedad moderna. Como resultado, escalas de “transgresiones morales” y “la capacidad de dominar la moralidad” se convirtieron en criterios para decidir sobre embarazos deseados (y no deseados) por los Estados.

En Colombia, narra Acevedo, el movimiento eugenésico utilizó el discurso de la higiene. Las élites médicas y políticas atribuyeron la degeneración no sólo a la llamada “mezcla racial”, sino también al clima tropical y la presencia de alcoholismo y falta de higiene en las clases bajas. Científicos europeos influenciaron a médicos locales como Jiménez López y Gustavo Lozano. Las preocupaciones económicas se reflejaron en la promoción de métodos eugenésicos como forma de acabar con la pobreza.

En lo que concierne a su vida y sus hijos, las mujeres de menos ingresos en Colombia han estado en la encrucijada. Por una parte, el Estado y algunas figuras bien pensantes las invitan a tener menos hijos (“las mujeres pobres deciden mal”, “no saben lo que les conviene”). Por otra, las iglesias con presencia nacional (la católica de siempre y las emergentes cristianas) les restringen el uso y acceso de métodos anticonceptivos y les exigen abstinencia y control. Unos y otros, laicos y rezanderos, les cuestionan su capacidad de tomar “buenas” decisiones.

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