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Negociar con el diablo

Mauricio García Villegas
22 de febrero de 2013 - 11:00 p. m.

Más que un hombre bueno, ABRAham Lincoln era un presidente bueno (en los Estados Unidos le dicen The Honest Abe).

Pero Steven Spielberg acaba de hacer una película sobre un episodio de su vida en el que se comporta como un burdo político, comprando votos y ocultando verdades para lograr la aprobación de una enmienda constitucional destinada a terminar con la esclavitud y la Guerra Civil. Hasta los más honestos, parece decir Spielberg, en algún momento excepcional de sus vidas se ven obligados a pactar con el diablo.

En los Estados modernos se hace todo lo posible para evitar que las personas se vean sometidas a dilemas morales en donde tienen que escoger entre lo que dice la ley y lo que dice su conciencia. Eso se consigue fortaleciendo la obediencia que se debe a las leyes (en principio, todos deben cumplir la ley, incluso cuando de ello se derivan consecuencias indeseables o injustas), lo cual supone, claro está, que el Estado haga un esfuerzo grande por hacer leyes justas, tener funcionarios honestos y castigar a quienes abusan del derecho.

¿Significa esto que en las democracias modernas no existen estos dilemas? ¿O que ellos deben ser resueltos en el sentido de que ningún medio malo (por pequeño que sea) se justifica para conseguir ningún fin bueno (por grande que sea)? No lo creo. Lincoln, en los hechos narrados por Spielberg, estaba en uno de esos casos: las circunstancias excepcionales en las que se encontraba (una guerra civil en la que habían muerto más de 600.000 personas) y el fin legítimo, incluso constitucional, que perseguía (abolición de la esclavitud) hacen pensar que a éste no le quedaba otra salida que la de involucrarse en las marrullas clientelistas de los políticos de su época.

¿Cómo saber entonces cuándo es legítimo que un gobernante acuda a prácticas reprochables para lograr fines deseables?

Yo no tengo la respuesta precisa para semejante pregunta, pero lo que sí creo es que mientras los Estados modernos intentan resolver estos dilemas entre ley y moral por el lado del fortalecimiento de la ley, nosotros en Colombia lo intentamos resolver por el lado de la moral. Doy algunos ejemplos.

La semana pasada, a propósito de la eventual canonización del padre Rafael García Herreros, fundador del Minuto de Dios, se habló mucho de los regalos que éste recibió del narcotraficante Pablo Escobar, lo cual justificaba García Herreros diciendo que ellos iban a parar a manos de los pobres. La historia de este país está llena de casos semejantes: el expresidente Uribe corrompió al Congreso para reelegirse y así evitar una supuesta hecatombe; el procurador Ordóñez viola la Constitución y envicia a las Cortes para, supuestamente, defender la Biblia; y las Farc matan y secuestran en nombre del Pueblo y de la justicia social. Todos ellos justifican lo que hacen en aparentes principios morales superiores a la Constitución y en la supuesta situación excepcional en la que se encuentran. Esta manera de pensar no es nueva. Lo mismo ocurría en la Colonia cuando los funcionarios públicos estimaban que las leyes que venían de Madrid no tenían en cuenta las circunstancias particulares del Nuevo Mundo y que, por lo tanto, si bien seguían obedeciendo al rey, tenían derecho a incumplir sus órdenes.

Es cierto que en todos los países hay circunstancias excepcionales en las cuales, incluso los más honestos (como el buen Lincoln) se ven obligados a negociar con el diablo para defender principios superiores.

Pero aquí uno tiene la impresión de que mientras más moralista es este país, más se negocia con el diablo y, lo que es peor, en circunstancias que no tienen nada de excepcionales.

 

 

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