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Neurología del mal

Klaus Ziegler
15 de agosto de 2012 - 11:00 p. m.

Nadie entiende todavía qué motivó al joven James Holmes a planear y perpetrar una matanza absurda en una sala de cine de una pequeña ciudad norteamericana.

Nada hubiera permitido sospechar que detrás de ese joven amable y educado se escondía un asesino en potencia. Sus profesores lo describen como un estudiante de inteligencia notable, aunque retraído y solitario. No hay antecedentes delictivos, ni historia de drogadicción. Tampoco se sabe de abusos sexuales o maltratos durante su infancia. El crimen no responde a venganzas, ni a móviles conocidos; Holmes desconcierta a los siquiatras. Su perfil no encaja dentro de los llamados dementes delirantes, ni es precisamente un depresivo suicida. ¿Se trata de un cerebro enfermo, o de un individuo malvado que ahora finge estar loco para mitigar sus deudas con la justicia?

A diferencia de los criminales ordinarios cuyas acciones, no obstante perversas, siguen una lógica comprensible, asesinos como Holmes obedecen a impulsos de índole diferente. Lo que ocurre dentro de sus mentes es motivo de controversia (la misma siquiatría forense es una ciencia bastante cuestionada). Pero los expertos al menos coinciden cuando se trata de identificar el perfil sicológico de los peores monstruos, los sicópatas --no es el caso de Holmes--, del estilo de Jeffrey Dahmer o de Luis Alfredo Garavito.

De los sicópatas se sabe que carecen de empatía, son egocéntricos y no muestran inhibiciones. Son individuos racionales, calculadores, maestros del engaño y la manipulación. Estos rasgos, sumados a la ausencia de escrúpulos, miedo, vergüenza, sentimientos de culpa y remordimiento, serían marcas distintivas de una patología que ya parece tener una explicación neurológica. En un estudio realizado en el Instituto de Psiquiatría del King's College de Londres (publicado en los Archives of General Psychiatry), decenas de criminales violentos fueron sometidos a escáneres cerebrales. Las imágenes revelaron volúmenes notablemente reducidos de materia gris en la corteza prefrontal. Sus cerebros también mostraron menos actividad en aquellas zonas encargadas de procesar las expresiones faciales propias del temor, la tristeza o la angustia. Es bien conocido que ciertas anormalidades en el lóbulo prefrontal están relacionadas con el entorpecimiento de las facultades autoconscientes, y vienen asociadas con problemas para procesar las emociones y los juicios morales.

Dahmer, por ejemplo, además de bestialmente frío y desalmado, poseía un cerebro incapaz de responder a las inhibiciones más elementales. De otra manera, ¿cómo podría guardar en su refrigerador cabezas humanas o tener relaciones sexuales con cadáveres mutilados y putrefactos sin sentir repugnancia? Sus patologías cerebrales permanecerán para siempre en el misterio: antes de que alguien pudiera asomarse a los sórdidos rincones de su mente, un compañero de celda (que se creía enviado celestial) le destrozó la cabeza con una varilla. Tras su muerte, los padres del “caníbal de Milwaukee” se disputaron la posesión de su cerebro en los estrados legales: su madre anhelaba donarlo a un hospital siquiátrico, mientras que su padre deseaba desaparecerlo, y así enterrar para siempre la memoria de su hijo. Los jueces optaron por esta última petición.

Durante décadas se creyó que el origen de esas sicopatías debía buscarse en el abuso sexual y en otras formas de maltrato infantil. Pero le evidencia muestra que no son pocos los asesinos seriales que se levantan en hogares funcionales, rodeados de afecto. Tanto Holmes como Dahmer crecieron en el seno de familias estables de clase media, en vecindarios pacíficos. Sin embargo, de Dahmer se cuenta que desde niño ya mostraba una fascinación siniestra por matar y diseccionar animales. En cierta ocasión desmembró un perro y dejó su cabeza clavada en una estaca para que todos la vieran. Entrada la adolescencia, comenzó a sentir una pulsión homosexual incontrolable, asociada a fantasías necrófilas y sádicas. Al igual que otros tantos sicópatas, sus asesinatos seguían un ritual riguroso: tras descuartizar a sus víctimas, les arrancaba el corazón, los testículos y la cabeza. El resto del cuerpo lo disolvía en ácido, excepto la calavera, que guardaba a modo de trofeo. Era sádico en extremo: en cierta ocasión, tras drogar a un joven oriental, le perforó el cráneo con un taladro, y luego le inyectó acido por el orificio, al estilo de un filme de horror de “Hannibal Lecter”.

Un olor nauseabundo invadía su apartamento el día en que fue arrestado. La policía encontró fotografías de cadáveres mutilados, pedazos de cuerpos, cráneos, manos en descomposición y penes conservados en formol. Unas fotos mostraban a sus víctimas desnudas en posiciones sumisas; en otras se las ve agonizantes. A pesar de su obvia patología, los siquiatras dictaminaron que Dahmer “se encontraba en plenas facultades mentales al momento de cometer sus crímenes”. Al finalizar su juicio, pidió perdón a la sociedad, pero dejó en claro que nadie jamás entendería la razón de sus crímenes. Fue hallado culpable, y condenado a 936 años de prisión. Seguro hubiese sido ejecutado de existir la pena de muerte en el estado de Wisconsin.

Dahmer pudo haber actuado en pleno uso de razón, pero ello no es suficiente para hacerlo responsable de sus actos, pues cada vez se hace más evidente que nuestra volición no puede desligarse de nuestra biología. Los sicópatas, más que enfermos mentales, serían sujetos con cerebros diferentes. De ahí que además de la esquizofrenia, la enajenación y el retraso mental, la justicia estaría en la obligación de considerar otros atenuantes a la hora de juzgar el grado de imputabilidad de un individuo. Aparte de las anomalías neurológicas asociadas a las sicopatías, ciertas clases de tumores también pueden ser responsables de la aparición súbita de gustos perversos o impulsos asesinos. Los anales de la neurología registran el caso de “Alex”, un hombre que de la noche a la mañana, y para su propia sorpresa, comenzó a sentir inclinaciones pedófilas incontrolables. Al poco tiempo se le diagnosticó un tumor en el cerebro. Tras extirpárselo, los impulsos pedófilos se esfumaron tan repentinamente como habían aparecido.

Otro caso célebre es el de Charles Joseph Whitman, el joven norteamericano que, tras asesinar a su esposa y a su madre, mató a 15 personas e hirió a 32 en el campus de la Universidad de Texas, en Austin. “No me entiendo a mí mismo… últimamente he sido víctima de pensamientos extraños e irracionales…”, son apartes de la nota que dejó escrita la víspera de los asesinatos. La autopsia reveló un glioblastoma que le presionaba la amígdala.

Un sistema de justicia racional está obligado a ir más allá de la simple venganza. Pero la sociedad desea ante todo castigar al criminal, y poco le ha interesado comprender los orígenes de su conducta antisocial. Asesinos como Garavito, Dahmer o Holmes representan un peligro, y hay que encerrarlos, sin duda. Pero ante todo deberían ser motivo de estudio. Nada gana la sociedad acabando con sus vidas, como ya reclaman algunos en el caso de Holmes. Una mejor comprensión de su sicopatía quizá permita reconocerlos a tiempo y evitar así más tragedias. 

 

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