No sé... duele

Hoy sí siento a este país de mierda. Hoy lo siento en los intestinos, en las tripas y en los sesos. Es como en un cuento de Lovecraft o de Edgar Allan Poe, lleno de vampiros, demonios y sanguinarios seres sacados de las cloacas del mismísimo infierno.

Lo peor de este asunto es que la muerte te toque en líneas muy delgadas y te torture con los 39 latigazos romanos cada vez que sientes el contacto con el mundo.

Rostros que mueren en formas cada vez más impensables me hacen perder toda esperanza y fe en el proyecto humano. Vivimos en una maquinaria política en la que las líneas de poder nos dividen y segregan para meternos en un escenario de odios y venganzas, de crueldad e indiferencia, de desgraciados y desmemoriados.

Es un mundo de cielo nuboso, una densa realidad donde nos sientan en sillones acolchados a mirar con indiferencia la muerte y el dolor de los demás. Somos el país de las nubes rojas, de la muerte mediada y suavizada por un programa de chismes y felices telenovelas estereotípicas. Los que tenemos el privilegio de tener una casa arreglada en un barrio donde nunca pasa nada nos hemos convertido en un club de niños mimados que van cogidos de la mano suplicando por mamá cada vez que rompemos nuestros juguetes costosos, y así creceremos como una parranda de hombres y mujeres llorones que no pueden beber el trago tan despiadado que nos ofrece Colombia, un whisky lleno de sangre, endulzado con las lágrimas de una señora que se suicida en la soledad de la guerra y enfriado con los ojos de un bebé que se nos meten entre las pupilas y nos desgarran cada parte del cuerpo. Sientan a la verdadera patria.

Desde la juventud me da miedo pensar en el futuro, sentir que, con el pasar de los años, los que intentemos tomar de ese trago terminaremos diciendo: “Cantinero, mejor deme una cerveza Águila, no ve que Colombia es pasión”.