Nuestra guerra santa

Santiago Gamboa
27 de mayo de 2017 - 02:30 a. m.

Como era de esperar, el proceso de paz (a pesar de que su implantación está siendo lenta y azarosa) ya le dio la posibilidad a nuestra sociedad de centrarse en problemas distintos. Al dejar de estar en primer plano la urgencia de la guerra, ciertas controversias que debían haberse resuelto antes, ahora se vuelven urgentes. Como escribió Estanislao Zuleta, el nivel de un país se mide por la calidad de sus conflictos; no se trata de no tenerlos, sino de tener mejores y más actuales. Y tal vez el más interesante de los que veo en estos tiempos de posconflicto es el de la laicidad: el Estado laico versus el Estado teocrático. Las recientes controversias que buscan dejar sentado que la mayoría cristiana o católica en Colombia debería tener derecho a reglamentar algunas normas ciudadanas, por el hecho de ser mayoría, es hoy, a mi modo de ver, el debate más urgente.

Esto tiene que ver con el proceso de paz, claro, ya que la consolidación de las iglesias como fuerza política, con la cara destapada, fue a raíz del plebiscito. Todos vimos cómo un grupo grande de iglesias retó al Estado y le plantó cara, sobre todo con dos objetivos: por un lado evitar que les cobraran impuestos, y por otro, más doctrinal y moral, oponiéndose a lo que ellos llamaron “ideología de género”, que en su opinión estaba “encriptada” en los acuerdos de paz y que llevó a algún pastor a arengar y poner a sus feligreses en guardia contra el supuesto “Estado homosexual” que se derivaría de los acuerdos. Hay muchas cábalas, pero casi todos los analistas coinciden en que esas iglesias le pusieron cerca de un millón de votos al No.

A partir de ese momento, claro, esa fuerza electoral se volvió un botín apetecible, y muchos, como el destituido Ordóñez, el Centro Democrático o la senadora Viviane Morales, se movieron para hacerse con él y obtener los réditos. Más allá de la honestidad o el oportunismo de cada uno, este es sin duda uno de esos debates urgentes: ¿es realmente deseable para una sociedad moderna y laica que un impulso de origen religioso se transforme en fuerza política? ¿Es deseable que normas de origen cristiano sean transformadas en leyes constitutivas del Estado? No sobra ver otras experiencias. El islamismo, por ejemplo, se apoderó de Irán y lo convirtió en una gigantesca mezquita en la que la blasfemia, por ejemplo, se castiga con pena de muerte. Algunos dirán que es un caso extremo, y lo es; pero es un camino posible cuando una sociedad les abre las puertas de la política a sistemas morales que provienen de la fe. Porque la fe prescinde de la razón, es decir, de lo razonable, que es la base de esa ética colectiva que llamamos política. Por esto toda aspiración política basada en la religión es, de algún modo, un llamado a la guerra santa. Es dividir a los ciudadanos entre moralmente buenos y malos. Una yihad, en suma. ¿Y cuál es el límite? El último umbral es el fin de la democracia como actividad ciudadana y su transformación en ritual. En liturgia o incluso en hoguera. En auto de fe. Por eso, para abrir el debate, recomiendo leer Sumisión, de Michel Houellebecq, donde se plantea una victoria electoral de la Fraternidad Musulmana en Francia, y verlo con los elementos de nuestro muy deseable y urgente debate.

 

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