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Nuestro gobierno Smeagol

María Teresa Ronderos
20 de diciembre de 2012 - 11:00 p. m.

Como la más precisa metáfora del gobierno Santos, se me aparece la imagen de Smeagol, esa criatura raquítica y ojisaltona de la saga de J.R.R. Tolkien, El Señor de los Anillos, que en un minuto quiere hacer el bien y ayudarles a los hobbits a deshacerse del diabólico anillo, y al siguiente, la fuerza maligna de su “precioso” lo lleva a sabotear a los pequeños héroes.

 Él lucha con sus dos personalidades y se cachetea intentando dominar su ambición.

No es que me conste que Santos practique semejantes debates consigo mismo, pero la figura de Smeagol sí refleja su gobierno que se contorsiona constantemente entre modelos contrarios de país. Un día amanece socialdemócrata y modernizante, y habla de áreas de reserva campesina, fin de la fiesta de títulos mineros en parques, gobierno en urnas de cristal y crea macroministerios sociales, unidades províctimas y estatutos anticorrupción. Al otro día, se devuelve en U al capitalismo salvaje y ofrece los baldíos de la Nación a las multinacionales agroindustriales, sin los molestos límites de la Unidad Agrícola Familiar, y a las mineras les abre 17 millones de hectáreas de Amazonia para explorar a su gusto.

Apenas se aprobó la reforma tributaria, los funcionarios salieron a decir en coro que era la reforma de la equidad y el empleo formal: no habrá impuesto a la renta ni retención para aquellos que ganen menos de 3,75 millones mensuales y ya no se gravará la generación de empleo, si no las utilidades empresariales. Sin embargo, según informó La Silla Vacía, a la hora de las decisiones, el ministro de Hacienda le quitó el respaldo al impuesto a las personas que reciban dividendos mayores a 200 millones de pesos anuales sobre su capital. ¡Doble tributación!, gritaron los multimillonarios, y las buenas intenciones oficiales quedaron sin una pieza impositiva clave para la redistribución, como lo es en Alemania, Israel y aun en Estados Unidos.

Tampoco la paz se ha escapado de los cambios súbitos de carácter. En la agenda inicial parecía claro que el Gobierno reconocía que el conflicto tiene raíces políticas hondas en la mala distribución de la tierra y la persecución a líderes sociales y políticos opositores y críticos. Y que, por eso, consideró que una buena negociación con la guerrilla podría apalancar los proyectos de formalización y restitución de tierras que ya había empezado y podría erradicar la vieja guerra sucia contra los opositores. Sin embargo, ahora, el Gobierno parece vergonzante: niega su logro mayor de haber llevado a las Farc a cesar su fuego ofensivo unilateralmente; reniega de su vocación pacifista al punto de tornar la negociación clandestina y, encima, les firmó un fuero en blanco a los militares, como incentivo perverso para el anunciado propósito de acabar las acciones ilegítimas de la fuerza pública.

Los ejemplos siguen. El Gobierno empujó con vigor un estricto estatuto anticorrupción, pero ha hecho del clientelismo una herramienta de gobernabilidad, al punto que, dicen en Cartagena, cada vez que va el presidente hace aspaviento de su amistad con el clan García Romero, algunos de cuyos miembros han sido condenados por delitos contra el patrimonio público.

No es que el país con que sueña Santos sea el justo, equitativo y transparente, y los retrocesos sean fruto de la puja de poderes que enfrenta. Ni lo contrario, que ese país es para la imagen, y su verdadero modelo sea el del capitalismo salvaje. Creo más bien que el gobierno Santos no tiene modelo de país, y como Smeagol, persigue su “precioso”, el poder y la popularidad, y eso lo lleva a ser a veces auténticamente progresista y a veces auténticamente retardatario.

 

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