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Obama se lo juega todo

Miguel Ángel Bastenier
30 de noviembre de 2013 - 10:00 p. m.

Hace tan solo unos días la presidencia de Barack Obama yacía literalmente en ruinas.

El proyecto estrella de su primer mandato, la seguridad social cuasi universal para Estados Unidos, no hace sino retroceder bajo el acoso inmisericorde de la derecha republicana, la de los que creen que la ley de la oferta y la demanda es el undécimo mandamiento de la ley de Dios; y sus planes de negociación a finis entre israelíes y palestinos, pese a la infatigable y penosamente ingenua obcecación del secretario de Estado, John Kerry, está hoy mucho más atrás de la casilla donde empezó. Pero, súbitamente, el mandatario norteamericano sabía coger el toro por los cuernos cuando el presidente iraní, Hasan Ruhaní, se mostraba aparentemente abierto a una negociación sobre las pretensiones nucleares de su país.

Lo acordado es en resumen lo siguiente: Irán puede seguir enriqueciendo uranio hasta el 5%, lo que queda muy lejos del nivel necesario para fabricar armamento nuclear; congelará lo que ya tiene enriquecido hasta el 20%, cifra peligrosamente cerca de ese nivel; interrumpirá los trabajos para la obtención de plutonio, que también se presta a tan apocalípticos fines, así como detendrá la construcción de instalaciones, siempre en esa misma línea, para la producción de agua pesada. A cambio de este acuerdo, que es solo preliminar y por una duración máxima de seis meses, se le permite a Teherán la recuperación de haberes exteriores y una mayor venta de crudo, todo ello por valor de 7.000 a 8.000 millones de dólares, que aliviarán pero no resolverán la crítica situación económica del país. Durante esos seis meses seguirán negociando Irán y los cinco miembros del Consejo de Seguridad (EE.UU., Francia, Rusia, Gran Bretaña y China) más Alemania, para llegar a un acuerdo que se ajuste a lo que establecen estas sibilinas palabras: “alcanzar el grado de enriquecimiento de uranio que EE.UU. (más sus coequipiers) e Irán estimen oportuno”. Es decir, que se respete el derecho del país de los ayatolas a poseer una industria nuclear, pero abocada exclusivamente a fines pacíficos, que es lo que ha sostenido siempre Teherán que pretendía, y se levante la totalidad de las sanciones que ahogan al Gobierno persa.

Pero los enemigos de cualquier acuerdo que no implique una abyecta rendición del país chií son muchos y muy poderosos. Empecemos por la derecha republicana y un segmento considerable del partido demócrata, diríase que ambos adquiridos desde el tiempo de los Padres Fundadores a las posiciones que adoptaran en un lejano futuro los sucesivos gobiernos de Israel. En diciembre una coalición ad hoc de ambos partidos amenaza con imponer a Irán nuevas sanciones económicas, lo que destruiría el acuerdo provisional, al tiempo que daría que pensar a Ruhani que todo ha sido una mamadera de gallo. Pero detrás o delante de toda esta falange de turiferarios se halla el propio gobierno de Israel, e incluso cabría decir que los seguidores del lobby sionista en Washington son más papistas que el papa porque el primer ministro, Benjamin Netanyahu, atento al posibilismo del mal el menor, ha enviado una delegación a Washington para que vigile cada paso, influya en cada coma y dé un contenido lo más feroz posible a la última redacción del acuerdo que pueda llegar a firmarse. Su objetivo tiene cuando menos el mérito de la claridad: será inaceptable que Irán pueda enriquecer cantidad alguna de uranio, de forma que no haya industria nuclear digna de tal nombre; que el átomo se quede para vestir santos.

Lo que parece posición más probable, aunque nunca explícita, de Teherán ha sido siempre la de desarrollar una industria nuclear que quede lo más cerca posible de la producción del arma atómica, por si las circunstancias aconsejaran hacerlo, pero, entre tanto, que trabaje para fines pacíficos. Conciliar ambas posiciones, a la vez una lejanía y una cercanía, de la fisión nuclear es lo que deberían conseguir los negociadores en el plazo fijado. Y la ironía de todo ello es que los enemigos iraníes del acuerdo, que se niegan a ceder por orgullo nacional o vesania atómica, por el solo hecho de criticar lo actuado son quienes mejor sirven al éxito de la negociación, porque legitiman la posición occidental ante la opinión israelí más moderada.

Si el acuerdo definitivo se hace realidad, no solo Obama habrá obtenido un éxito formidable, sino que habrá cambiado la configuración completa de Oriente Medio. Egipto y Arabia Saudí ya no tendrán tan fácil el favor de Washington porque habrá desaparecido el enemigo teheraní; Siria, con Assad o con su sucesor pero nunca un enemigo, volverá al concierto regional árabe, sin que se haya producido la absoluta victoria suní contra el alauismo de Damasco; Turquía tendrá que repensar por tercera vez en solo unos años su política exterior cada vez más ajena al neo-otomanismo del ministro de Exteriores, Ahmad Davotoglu; Al Qaeda habrá perdido la oportunidad de avanzar posiciones como punta de lanza del terrorismo suní, entre otros rebotes de consideración. Pero sería lícito pensar que todo esto suena al cuento de la lechera, porque Obama sigue teniendo un segundo mandato muy comprometido y el desastre acecha en cada esquina.

 

* Columnista de El País de España

 

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